
Escribe: Mónica Pizarro Díaz, socia del Estudio Echecopar
El reciente Decreto Supremo N.º 005-2025-TR, que deroga la obligación de contar con un asistente social titulado en empresas con más de 100 trabajadores, ha abierto un debate de fondo: ¿puede una ley establecer que una posición laboral sea obligatoria y que deba ser ejercida exclusivamente por una profesión determinada?
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Desde 1965 una norma exigía que las empresas con más de 100 empleados incorporaran a un profesional del trabajo social en su estructura. De acuerdo a una resolución ministerial publicada en el 2009, el objetivo era que este profesional cumpliese las siguientes funciones:
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· Colaborar con la solución de problemas personales y familiares del trabajador que afecten el desempeño de sus labores.
· Propugnar que el trabajador participe en los programas que elabore o programe el servicio de relaciones industriales.
· Prevenir los problemas que puedan afectar al trabajador o sus familias.
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Sin embargo, en un contexto donde las organizaciones evolucionan y diversifican sus modelos de gestión, la rigidez de esta obligación comenzó a ser cuestionada. No existía fundamento alguno por el cual estas funciones tuviesen que estar concentradas en un mismo puesto de trabajo y mucho menos ser desarrolladas por asistentes sociales, y no por algún otro profesional. Más aun teniendo en cuenta que hoy en día existen nuevas carreras y especialidades que bien pueden asumir estas actividades, y que son los empleadores y no el Ministerio de Trabajo ni la Sunafil quienes deben tener la facultad de definir los requisitos de competencia necesarios para cada puesto de trabajo en la empresa.
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En este contexto, consideramos que la derogatoria ha sido razonable y dota a las empresas de una mayor flexibilidad al momento de organizar sus áreas de recursos humanos. Claramente esto no significa que los conocimientos y las capacidades de los asistentes sociales dejen de ser valiosos. Afirmar que con esta derogación se pone en riesgo la posibilidad de los trabajadores sociales de obtener un empleo es como decir que los abogados tendrán dificultades para encontrar trabajo porque ninguna ley exige a las empresas contar con un área legal interna. En la medida que la empresa tenga una necesidad, buscará que esta sea cubierta por un profesional competente.
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Lo que ocurre, simplemente, es que cada empresa podrá decidir con mayor libertad acerca del perfil profesional de las personas que integran sus áreas de recursos humanos, así como sobre la distribución de funciones entre sus integrantes. Así como un gerente de Gestión Humana puede ser psicólogo, abogado o administrador, el encargado del bienestar laboral puede provenir de diversas disciplinas, siempre que tenga las capacidades necesarias.
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Este cambio normativo tampoco significa que las empresas deban dejar de preocuparse por el bienestar de sus trabajadores. Contar con programas adecuados de bienestar laboral ayuda a reducir la conflictividad, mantener un mejor clima interno, reducir el ausentismo y mejorar la productividad. No se trata de un gasto, sino de una inversión y dejarlos de lado puede tener un grave impacto en la productividad, la cultura organizacional y la reputación empresarial. Por eso, aunque la norma ya no obligue a contratar a un asistente social diplomado, las empresas responsables seguirán invirtiendo en esta función, adaptándola a sus necesidades y contexto.
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La clave está en no confundir flexibilidad con desprotección. El Estado ha optado por no imponer un perfil profesional específico, pero eso no exime a las empresas de su deber de cuidar a su gente que se expresa además en otras muchas normas de nuestro sistema legal. La derogatoria no debe ser una excusa para recortar servicios, sino una oportunidad para repensarlos con mayor eficacia y pertinencia. En resumen, esta medida no es un retroceso si se entiende como una invitación a modernizar la gestión del bienestar laboral.
En este contexto es lamentable que, a los pocos días de producida esta derogación, ya se haya presentado en el Congreso una iniciativa para imponer nuevamente a las empresas la obligación de contratar un trabajador social colegiado, lo que eliminaría la flexibilidad que se ha ganado en un sistema tan rígido como el nuestro.
