
Frenar el cambio climático nunca iba a ser fácil. Es imposible cambiar de la noche a la mañana el equilibrio energético fundamental de un planeta o sustituir una economía basada en los combustibles fósiles que les da servicio a miles de millones de personas sin que surjan furiosas objeciones políticas. Pero hoy en día el problema parece especialmente difícil.
El 29 de julio, en un paso más del presidente Donald Trump para acabar con las acciones orientadas a reducir emisiones, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos anunció que planea revocar el fundamento legal que permite regular los gases de efecto invernadero.
Esta medida va en consonancia con sus imprudentes ataques contra la ciencia climática. En Europa, la guerra en Ucrania ha hecho crecer los presupuestos de defensa y causado una reducción en el gasto en políticas ecológicas, que también son objeto de renovada oposición política.
Algunos votantes piensan que el costo de reducir las emisiones es demasiado alto o que debería recaer sobre otros. En los países pobres, que a lo largo de la historia han emitido mucho menos que los ricos, muchos rechazan las políticas ecológicas por considerarlas distantes y ajenas a las necesidades energéticas locales.
Por su parte, muchas de las grandes empresas mundiales reconocen estos vientos políticos y, aunque no han dejado de apoyar proyectos ecológicos, sí han dejado de hablar de ecología. Nada de esto priva al mundo de su capacidad técnica para descarbonizar gran parte de su economía; en ese sentido, el panorama nunca ha lucido mejor. El costo de la energía limpia está cayendo en picada, mientras que la demanda sigue al alza.
LEA TAMBIÉN: Cambio climático extiende megasequías por todo el mundo: los datos que arroja Chile
El problema es la política. Muchas personas no creen que los estrictos objetivos de “cero emisiones netas” que algunos gobiernos han establecido para sus políticas climáticas les beneficien, ni que vayan a beneficiar a nadie más.
Algunos piensan que les están tomando el pelo, que están pagando buen dinero para cumplir objetivos poco realistas mientras que otras empresas y personas en otros lugares siguen de lo más felices emitiendo carbono. Ver el creciente poder de China, cuyas emisiones superan las de Europa y Estados Unidos juntos, les hace hervir la sangre a los votantes occidentales resentidos.
Los fundamentos científicos del objetivo de cero emisiones netas son sólidos. Si queremos detener el calentamiento global, es necesario que deje de aumentar el nivel de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Eso significa un mundo sin emisiones de este tipo, o bien uno que elimine de la atmósfera la misma cantidad de gases de efecto invernadero que emite (de ahí el “neto” de cero emisiones netas). La lógica es ineludible.
La justificación política también es clara. Decir que se alcanzará el cero neto en una fecha determinada es un objetivo definido y fácil de articular. Los objetivos difíciles y ambiciosos tienen ventajas: no se sabe con certeza qué se puede hacer si no se intenta. Sin embargo, alcanzar el cero neto en un futuro próximo requeriría recortes rápidos, profundos y dolorosos.
Para los países que aún no han disminuido las emisiones en absoluto (la mayoría en todo el mundo), los recortes más drásticos tendrían que producirse muy pronto. En muchos casos, son situaciones casi inimaginables en lo físico y prácticamente inviables en lo político. Si un objetivo es tan difícil que no genera consenso, hay que cambiarlo.
Pero, ¿cómo? Que los países ricos abandonaran por completo los estrictos objetivos de cero emisiones netas desmoralizaría a los ecologistas, les daría alas a los nihilistas climáticos y dificultaría las reformas sensatas. Es mejor encontrar la manera de moderarlos y designarlos “más bien directrices”.
Habrá resistencia de quienes creen que todos los problemas pueden resolverse con “más voluntad política”, pero, como dijo una vez un alemán famoso por su férrea voluntad, la política es el arte de lo posible.
Mejor ser Bismarck
Algunos políticos lo entienden. Mark Carney, primer ministro de Canadá, quien es economista, comprende que la forma más eficaz de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en muchas instancias es gravarlas con impuestos. Pero muchos votantes odian esos impuestos, por lo que se apresuró a derogar los aspectos del plan de tarificación del carbono de Canadá que los afectan directamente.
Muchos gobiernos, en lugar de cobrar por la contaminación, han subvencionado su prevención. Algunas subvenciones han dado frutos. La demanda adicional ha impulsado el círculo virtuoso de mayor volumen y precios más bajos, lo que a su vez ha hecho más accesibles y baratas la energía eólica, la solar y las baterías. Los costos ahora son tan bajos que la demanda no estimulada los reducirá aún más.
Esto casi garantiza un aumento en la descarbonización, pase lo que pase. Incluso después de que se apruebe el “gran y hermoso proyecto de ley” de Trump, Estados Unidos verá reducirse sus emisiones, aunque más lentamente de lo que podría haber sido.
No obstante, en comparación con lo que haría normalmente un precio del carbono, las subvenciones distorsionan los mercados y reducen las emisiones de forma menos económica. Por lo tanto, tiene sentido cobrar por las emisiones cuando es viable políticamente (por ejemplo, cuando no afecta de manera directa a los votantes).
Los gobiernos también deberían eliminar las numerosas subvenciones que perjudican al clima, como las que todavía se aplican a los combustibles fósiles. Además, deben tratar de reducir el dolor que causa la descarbonización cuando afecta a mucha gente común y corriente. Nada de obligar a las personas a comprar bombas de calor cuando hay muy pocos técnicos para instalarlas.
LEA TAMBIÉN: Mark Carney, nuevo primer ministro de Canadá, cancela el impuesto a las emisiones de carbono
Hay que construir infraestructura de recarga y permitir las importaciones baratas de China para facilitar el cambio a los coches eléctricos. Hay que aplicar la misma lógica de menos dolor a la adaptación. Marine Le Pen, la principal populista francesa, le dio al clavo cuando se quejó de que la élite francesa tenía aire acondicionado, pero las masas no.
Estados Unidos desempeñará un papel inusual mientras Trump esté al mando: funcionará como advertencia. Algunas tecnologías prometedoras de energía limpia, como la geotérmica avanzada y quizá incluso la fusión, ya cuentan con el apoyo de ambos partidos. Por desgracia, la guerra de Trump contra las medidas climáticas dejará al país en una peor situación.
Con el aumento en la demanda de energía, parte de la cual es necesaria para alimentar la inteligencia artificial (una prioridad para la seguridad nacional), los precios subirán. Se desvanecerá el empeño por establecer una industria estadounidense de energías renovables que rivalice con la de China.
Los votantes de todo el mundo prefieren la limpieza a la contaminación y un futuro que luzca próspero a uno de apariencia peligrosa. Esos son gritos de guerra más potentes que cualquier objetivo abstracto. Todavía funcionan bien las historias que le hacen sentir a la gente que está participando en el progreso. La idea de no estar sujetos a las fluctuaciones de los precios de los combustibles fósiles también es atractiva.
“El arte de lo posible” quizá suene un tanto insulso. Sin embargo, adoptar una política de nuevas posibilidades no solo le daría a la política climática una posición más sostenible, sino que ofrecería esperanza. Eso es lo que deben ofrecer quienes luchan contra el cambio climático.