
Declaró que el Sueño Americano era más grande y mejor que nunca. Sus aranceles preservarían el empleo, enriquecerían aún más a Estados Unidos y protegerían su alma misma. Por desgracia, en el mundo real todo es diferente. Los inversionistas, los consumidores y las empresas muestran los primeros signos de aversión a la visión trumpiana. Con su proteccionismo agresivo y errático, Donald Trump está jugando con fuego.
Con la imposición de aranceles del 25% a las mercancías procedentes de Canadá y México, Trump le prendió fuego a una de las cadenas de suministro más integradas del mundo. Aunque en el último minuto retrasó un mes los aranceles sobre los automóviles, muchas otras industrias se verán afectadas. También le aumentó los aranceles a China y amenazó con hacerlo a la Unión Europea, Japón y Corea del Sur. Quizá también se aplacen algunos de estos aranceles; puede que otros nunca lleguen a materializarse. Sin embargo, tanto en el ámbito de la economía como en las relaciones exteriores, cada vez está más claro que el criterio para establecer las políticas públicas es el capricho del presidente. Esto causará daños duraderos al interior y en el exterior.
Cuando Trump ganó las elecciones en noviembre, los inversionistas y los empresarios aclamaron su victoria. El S&P 500 subió casi un 4% en la semana posterior a la votación, pues se esperaba que el nuevo presidente eliminara las inmundicias de la burocracia y propiciara generosos recortes fiscales. Los inversionistas esperaban que su retórica proteccionista y antiinmigración quedara en nada. La posibilidad de una corrección bursátil o el retorno de la inflación seguramente frenarían sus peores instintos.
Por desgracia, esas esperanzas se están esfumando. El Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por su sigla en inglés) de Elon Musk está provocando caos y acaparando titulares, pero aún hay pocas señales de una bonanza desreguladora. (La orden de Trump que le prohíbe al gobierno federal comprar cañitas de papel no ayudará mucho las finanzas del país). El proyecto de presupuesto aprobado en el Congreso en febrero mantiene los recortes fiscales de 2017, en el primer mandato de Trump, pero no los amplía, aunque sí le suma billones de dólares a la deuda nacional. Por otra parte, las promesas arancelarias de Trump devolverían el valor medio efectivo de los aranceles a niveles no vistos desde la década de 1940, cuando los volúmenes comerciales eran mucho menores.
No es de extrañar que, a pesar de que Trump habla de un remonte fulgurante, los mercados estén en cifras rojas. El índice S&P 500 ha perdido casi todas sus ganancias desde las elecciones. Aunque el crecimiento económico sigue siendo favorable, en semanas recientes ha bajado el rendimiento de los bonos del Tesoro a diez años, las medidas de la confianza de los consumidores se han ido a pique y la confianza de las pequeñas empresas se ha desplomado, lo que parece indicar que se avecina una ralentización. Mientras tanto, las expectativas de inflación van al alza, quizá porque Trump sigue hablando de todos esos maravillosos nuevos aranceles.
Esta alarma se debe a que comenzamos a caer en la cuenta de que Trump no está limitado por tantas restricciones como esperaban los inversionistas. Aunque la subida de precios fue catastrófica para la campaña presidencial de Kamala Harris, la perspectiva de inflación no disuade a Trump, quien argumenta que el perjuicio económico de los aranceles rendirá frutos. Durante su primer mandato se gloriaba del largo auge bursátil; esta vez, los mercados no han figurado entre sus numerosas publicaciones en las redes sociales. El aplazamiento de los aranceles sobre los automóviles es demasiado corto para que la industria se adapte. Trump se aferra a su convicción de que los aranceles son buenos para la economía.
Otro aspecto igual de importante es que, al parecer, las personas que rodean al presidente tampoco tienen ninguna influencia. Tanto Scott Bessent, secretario del Tesoro, como Howard Lutnick, secretario de Comercio, son expertos en temas financieros, pero si acaso están intentando frenar a Trump, lo cierto es que no lo están haciendo muy bien. En lugar de ser sabios consejeros, parecen títeres que se limitan a explicar por qué los aranceles son esenciales y no importa lo que pase en Wall Street. Pocos empresarios quieren hablarle con la verdad a quien está en el poder por miedo a desatar la ira de Trump. Así que el presidente y la realidad parecen alejarse cada vez más.
Esta situación representa una amenaza para los socios comerciales de Estados Unidos. Por alguna razón, Trump les tiene una hostilidad especial a Canadá y la Unión Europea. Como su planteamiento carece de toda lógica coherente, es imposible saber cómo esquivar sus amenazas. La situación empeorará aún más si cumple su promesa al Congreso de imponer aranceles recíprocos, que igualen los derechos que deben pagar las exportaciones estadounidenses en el extranjero. Eso crearía 2.3 millones de gravámenes individuales que requerirían ajustes y negociaciones constantes, una pesadilla burocrática que Estados Unidos abandonó unilateralmente en la década de 1920. Los aranceles recíprocos le asestarían un golpe fatal al sistema de comercio mundial, según el cual todos los países tienen una tarifa universal para todos los bienes que no están cubiertos por un acuerdo de libre comercio.
Por si fuera poco, los aranceles también perjudicarán a la economía estadounidense. El presidente dice que quiere demostrarles a los agricultores que los quiere. Pero proteger de la competencia a los 1.9 millones de negocios agrícolas estadounidenses inflará el gasto en alimentos de sus casi 300 millones de consumidores; y compensarlos por los aranceles impuestos en represalia aumentará el déficit. Independientemente de lo que crea Trump, el crecimiento económico se resentirá porque los aranceles aumentarán el costo de los insumos. Si las empresas no pueden trasladarles esos costos a los consumidores, sus márgenes desaparecerán; si pueden hacerlo, los hogares experimentarán un efecto equivalente a una subida de impuestos.
Las políticas de Trump crean condiciones para un choque espeluznante con la Reserva Federal, que tendrá que elegir entre mantener las tasas altas para frenar la inflación y recortarlas para impulsar el crecimiento. En tal caso, la Fed, una de las instituciones independientes más importantes que quedan en Estados Unidos, tendrá que enfrentarse a un presidente enfadado y acostumbrado a salirse con la suya. Cuando la administración decidió tomar control de las responsabilidades reguladoras de la Reserva Federal, tuvo la precaución de no incluir la política monetaria. ¿Cuánto duraría esa distinción?
MAGALOMANÍA
La economía mundial se encuentra en un momento peligroso. Trump, que ya desafió la realidad (y a la Constitución) tras perder las elecciones en 2020 y lograr una reelección triunfal en 2024, no soporta que le digan que está equivocado. Es posible que tarde en asimilar los errores fundamentales de su fe en el proteccionismo, si es que alguna vez lo hace.
A medida que arrecie el mensaje de que Trump está perjudicando a la economía, podría arremeter contra los mensajeros, incluso sus asesores, la Reserva Federal o los medios de comunicación. Es probable que el presidente se instale en su fantasía proteccionista durante algún tiempo. El mundo real pagará el precio.
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