
La reunión entre Donald Trump y Vladimir Putin en Alaska fue la séptima vez que este par habló en persona. Sin embargo, esta vez fue diferente. En el tiempo transcurrido desde su última reunión, Putin inició una guerra sin provocación, ha perdido quizás un millón de soldados rusos (entre muertos y heridos) y les ha infligido un sufrimiento incesante a los ucranianos en pos de un sueño imperial.
Impertérrito, Trump esperaba reunirse con un dictador astuto, sondear sus intenciones y llegar a un acuerdo. Era la mayor prueba hasta ahora para su estilo diplomático único y personal. También nos recuerda cuán impredecible se ha vuelto la política exterior estadounidense.
¿Se mantuvo firme Trump y dejó claro que Estados Unidos y sus aliados están dispuestos a hacer lo que sea necesario para garantizar la soberanía de Ucrania? ¿O estaba tan presto a reanudar las relaciones con Rusia que premió su agresión y dejó a Ucrania vulnerable a futuros ataques? Todos claman por la atención del presidente, pero nadie sabe lo que al final hará.
Al comienzo del segundo mandato de Trump, sus seguidores tenían una teoría sobre cómo ejercería el poder de Estados Unidos. En lugar de basarse en relaciones profundas y en la experiencia, se basaría en su instinto. Puesto que era un maestro negociador con un don para intuir los deseos y temores de los demás, iría al grano y ejercería una presión implacable.

En vista de que todo el mundo quiere acceder a los mercados estadounidenses, amenazaría con cerrarlos para obligar a los extranjeros recalcitrantes a ponerles fin a las guerras y a restablecer las condiciones comerciales en beneficio de Estados Unidos. Sustituiría a los diplomáticos de carrera y los expertos por generadores de negocios. Sí, su enfoque transaccional podría fomentar un poco la corrupción. Pero si traía la paz a Ucrania o Gaza, ¿a quién le importaba? Por desgracia, este enfoque tiene sus inconvenientes.
Utilizar los aranceles como arma también perjudica a Estados Unidos. Una dificultad más fundamental es que descartar los principios universales en favor de la ley del más fuerte distancia a los amigos y no siempre intimida a los enemigos. Además, una geopolítica que no se basa en una teoría coherente de relaciones internacionales sino en los caprichos presidenciales es menos predecible y más peligrosa.
Claro que Trump no es un globalista. Tampoco es un aislacionista ni cree en las esferas de influencia regionales. Sencillamente hace lo que quiere, y su voluntad es muy cambiante. Una forma de entender el trumpismo es que divide sus tácticas de negociación en tres categorías dependiendo de si las relaciones son de beneficio alto, medio o bajo.
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En la primera categoría se encuentran las relaciones de Estados Unidos con grandes potencias hostiles, en especial China y Rusia. Israel también está en esta categoría debido a su importancia en la política interna estadounidense. Irán está incluido por la forma en que amenaza a sus vecinos. Todas estas relaciones son complejas, difíciles y muy importantes para Trump. Si consigue una victoria en esta clasificación —si le pone fin a la guerra en Ucrania, logra la paz entre Israel y Palestina o encuentra una fórmula para cooperar con China sin poner en peligro la seguridad nacional—, podría redituarle muchísimo.
En la categoría de beneficio medio, Trump incluye a Brasil, Sudáfrica y, curiosamente, la gigantesca India. Se trata de países importantes que tanto Estados Unidos como China quieren tener en su bando. En la mayoría de los casos, sus valores están mucho más alineados a los de Estados Unidos que a los de China. Las relaciones con esas naciones deberían ser positivas para todas las partes. El problema es que son países que no están dispuestos a que les den órdenes y se ofenden cuando Trump los insulta o intenta intimidarlos.
Para Trump, los menores beneficios se encuentran en los países pequeños o pobres. Una superpotencia puede ejercer una gran influencia sobre estos lugares, a veces con buenos fines. Por ejemplo, Trump ayudó a consolidar un acuerdo de paz entre Azerbaiyán y Armenia y negoció una tregua entre la República Democrática del Congo y Ruanda. Estos son logros bienvenidos.
Azerbaiyán y Armenia llevaban 35 años en guerra. Trump medió en la reapertura de las relaciones comerciales y los enlaces de transporte. Entre los frutos se puede incluir un debilitamiento de la influencia rusa en la zona. En cuanto al acuerdo entre el Congo y Ruanda, aunque es mucho más inestable —los rebeldes respaldados por Ruanda lo han violado en repetidas ocasiones —, no es nada desdeñable. Encima, podría ser ventajoso para Estados Unidos si se concretan acuerdos sobre minerales.

En lo que respecta a las relaciones con beneficios de mediana envergadura, el método de Trump no funciona tan bien. Inició disputas innecesarias con los líderes de Brasil (porque están procesando a un expresidente trumpista por un presunto intento de golpe de Estado), con Sudáfrica (por su idea errónea de que está persiguiendo a los blancos) y con la India (hizo enfurecer al primer ministro con aranceles dolorosos y alardes poco diplomáticos).
¿El resultado? La India se acercará de nuevo a Rusia y estará menos dispuesta a actuar como contrapeso de China. Brasil y Sudáfrica consideran a China un aliado más fiable que Estados Unidos. En síntesis, Trump ha conseguido titulares que complacen a sus seguidores más acérrimos, pero Estados Unidos ha salido perdiendo.
Y en lo que respecta al grupo de beneficios más altos, el presidente está dando bandazos. Intentó coaccionar a China con aranceles, pero esta decidió contraatacar. Esta semana, Trump cedió y amplió otro plazo. También socavó su propia política de seguridad nacional al levantar la prohibición de exportar chips de Nvidia a China e insistir en que Estados Unidos se quede con un 15%.
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En cuanto a Ucrania, ha sido de lo más inconsistente: un día la culpa de haber sido invadida y amenaza con recortar la ayuda militar, y al día siguiente acusa a Putin de mala fe y amenaza con sanciones más duras contra Rusia.
En cuanto a Israel, le ha concedido a Benjamín Netanyahu todo lo que ha querido sin obtener nada a cambio. Está muy bien que el bombardeo de Trump contra las instalaciones nucleares de Irán le haya dado más seguridad a Israel. Pero, por desgracia, no ha sabido utilizar su influencia para frenar la interminable guerra de Israel en Gaza.
Otros países están aprendiendo a echarse a Trump a la bolsa. Un acuerdo sobre criptomonedas y una nominación al Premio Nobel de la Paz funcionaron para Pakistán. Un avión ayudó a Qatar. Resulta que la corrupción es tan grave como casi todos temían y los grandes acuerdos aún no se han materializado.