Socio de Vinatea & Toyama
La informalidad ya no es solo un problema laboral o fiscal, sino un problema sistémico. Está destruyendo la institucionalidad por el peor de sus lados: la ilegalidad y el de los intereses más mezquinos.
“La informalidad nos está engullendo”, me dijo hace poco un amigo cuando le hice notar que estaba presente en todos lados y que columnistas como Martín Tanaka y Fernando Vivas habían señalado, el primero, que “el mundo informal empezó a asumir una relación parasitaria, debilitando áreas en las que el Estado debía imponerse”; y el segundo, que “el Legislativo y el Ejecutivo aprendieron a ponerse de acuerdo para flexibilizar normas a pedido de clientes informales y, también, ilegales”.
Creo que mi amigo y los comentaristas citados no se equivocan. La informalidad ha ido ganando espacios y ya no es solo un problema laboral o fiscal, sino un problema sistémico en el que la lenta deslegitimación y el debilitamiento institucional ceden ante la ilegalidad, que es el lado más pernicioso de la informalidad. El asunto no es poca cosa: con casi el 80% de informalidad en nuestra población económicamente activa, esta fuerza o sector económico, si no ha logrado obtener representación política, al menos sí ha conseguido establecer canales de gestión de intereses que se convierten en leyes o en decisiones del Poder Ejecutivo.
Dicho de otra manera, la informalidad ya no es solo una fuerza al margen de la formalidad, sino que incluso la ataca, a ella y a sus instituciones, logrando lo impensable: que grupos tanto de izquierda como de derecha hayan encontrado coincidencias para frenar reformas como las del transporte y la educación, o legitimar actividades como la minería ilegal. Se trata, entonces, de un problema que está destruyendo la institucionalidad gracias a su lado peor: el de la ilegalidad y el de los intereses más mezquinos.
Es verdad que informalidad no es sinónimo de ilegalidad, pero, en nuestro país, el alto porcentaje de la primera hace que la segunda aparezca como una fuerza mucho más visible. Eso fue lo que resaltó la OIT hace más de cincuenta años para explicar aquellas actividades de generación de ingresos, subordinadas o independientes, que no era posible incluir en el sistema normativo laboral. Pero tal informalidad, la de tipo económico, poco tiene de ilegal y no es de la que hablamos.
Quizás por eso Basombrío ha dicho hace poco que esta ilegalidad se traduce en una ley de la selva que se convierte en una “Constitución de facto”. Me temo que podría tener razón. Las democracias liberales, como decía Zakharia, pueden decaer y dejar de serlo no solo por perder su esencia representativa o sufrir severos desequilibrios de poderes, sino también por la pérdida o el debilitamiento gradual del principio de legalidad.
Y esto último es lo que está ocurriendo. Ni el actual Gobierno ni los poderes e instituciones del Estado están haciendo nada por respetar el principio de legalidad; más bien, o ceden ante las presiones para incumplirlo o, simplemente, no actúan. Y esas presiones, en muchos casos, no provienen de las “grandes mayorías históricamente postergadas”, sino más bien de grupos de interés minoritarios dentro de esa “gran mayoría” que es el grupo informal en nuestro país, que abarca al 80% de la PEA, algo así como dieciocho millones de personas.
Ello explica por qué Alfredo Thorne, exministro de Economía, ha calificado al presidente Castillo como “el primer presidente de la informalidad”. Si eso es así, solo queda esperar a que la institucionalidad se debilite sola y se “informalice”, con resultados que nos lleven a lo que algunos comentaristas han llamado “el colapso del Estado”.
¿Qué se puede hacer?
Aquí van algunas ideas. Para reducir la informalidad, premiar la formalización con facilidades de crédito y con asistencia técnica estatal. Premiar también las mejores prácticas de formalización, destinar parte del IGV pagado por las personas naturales al fondo de seguridad social de aquellas y darle al carné de seguridad social un protagonismo similar al del documento de identidad, de manera que los ciudadanos no solo se acrediten como tales, sino también como beneficiarios de la protección social.
Por el lado de la institucionalidad, apostar por la justicia y su fortalecimiento, porque el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional son verdaderos bastiones para la defensa de la legalidad. Asimismo, defender la libertad de expresión y la de prensa, que tienen un gran poder contralor; y, sobre todo, participar en el debate público y la fiscalización de las instituciones. Los contribuyentes tenemos pleno derecho a tal fiscalización: hacemos posible que los funcionarios públicos estén donde están y, por tanto, podemos exigirles que hagan lo que deben hacer.