Son un clásico sin parecerlo: la casa acogedora de dos plantas, el patio fresco —con macetas colgando— y sus cocinas casi a la vista son las de un local a mitad de camino entre un recreo de campo y un huarique de barrio, pero aquí lo que manda es el sabor. Vuelvo a Don Fernando cada vez que puedo y siempre —así no pueda (es un decir)— pido para empezar un plato de Chirimpico. La sangrecita, las sabrosas vísceras y los huesitos del cabrito, guisados con papa amarilla, son un festín en sí mismos. Muchos no lo conocen y es una pena que sea así. Y si hay quien de manera militante le dice “no” a la menudencia, no sabe lo que se pierde.