“Ese reguero amarillo son concentraciones importantes en metano”. Una enorme mancha de ese gas nefasto para el clima aparece en el sur de Irak en el mapa de la empresa parisina Kayrros, que rastrea por satélite las emisiones procedentes de la industria de energías fósiles.
Esta fuga gigantesca observada en el 2019, cuyo origen jamás fue oficialmente confirmado, no es más que una entre muchas.
Visto desde el cielo, estelas amarillas constelan el planeta desde Estados Unidas a Rusia o Argelia ilustrando las malas prácticas o la falta de mantenimiento en algunas infraestructuras del sector petrolero y gasístico.
Se habla menos de él, pero el metano (CH4) es el segundo gas de efecto invernadero vinculado a la actividad humana después del dióxido de carbono (CO2). Y su efecto por kilo en el calentamiento global es 28 veces más importante en un horizonte de cien años.
“Vemos grandes fugas o filtraciones voluntarias o involuntarias que están asociadas a las actividades de producción y transporte de gas natural y petróleo por todo el mundo, que podemos rastrear y vigilar hoy y que están todas asociadas a acontecimientos que podrían haberse evitado fácilmente”, resume Jean Bastin, de Kayrros.
Esta empresa, ubicada en unas discretas oficinas en el corazón de París, utiliza datos procedentes de los satélites europeos Sentinel para poner luz a un fenómeno crucial en la lucha contra el cambio climático.
El sector de las energías fósiles emitió casi 120 millones de toneladas de metano en el 2020, casi un tercio de las emisiones vinculadas a la actividad humana, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE).
Se trata a menudo de escapes que podrían haberse evitado “fácilmente y por un coste limitado o nulo”, señala.
“Toma de conciencia”
Estados Unidos y la Unión Europea trabajan en un proyecto de acuerdo para reducir las emisiones de metano en al menos un 30% para el 2030.
“Es completamente asequible”, opina Antoine Rostand, director general de Kayrros, apuntando por ejemplo a las frecuentes filtraciones voluntarias de metano en el mantenimiento planificado de gasoductos para vaciar una sección antes de repararla.
En el caso de las fugas, se trata normalmente de conductos antiguos y mal mantenidos.
“Ahora que podemos verlo, hay una toma de conciencia”, considera.
Kayrros trabaja para organizaciones internacionales como la AIE y operadores petroleros y gasísticos que quieren mejorar sus prácticas.
Pero también para gestores de fondos que desean “evaluar el riesgo climático” de las empresas en las que invierten, indica Antoine Rostand.
La AIE destaca el uso de satélites que “pueden ayudar a detectar rápidamente grandes fuentes de emisiones”, mientras que antes había que recurrir a cámaras térmicas en el suelo, un proceso largo y laborioso.
“Los satélites pueden ayudar a reducir las grandes fugas o emisiones procedentes de la industria del petróleo y el gas”, confirma Mary Kang, profesora de la universidad canadiense McGill.
“Sin embargo, fallan en fugas más pequeñas que pueden terminar representando un volumen importante, porque son numerosas”, precisa.
Empresas como Kayrros y sus competidoras están inmersas precisamente en una carrera para mejorar su tecnología y poder ubicar con más precisión al enemigo invisible.
La sociedad canadiense GHGSat, con tres satélites en órbita, construye otros para desarrollar su red.
La firma trabaja también con el gigante energético francés TotalEnergies para desarrollar una tecnología que permita detectar las fugas en las instalaciones marítimas, que hasta ahora no son rastreadas.
“Esta nueva tecnología permite anular los efectos perturbadores del agua en la obtención de datos, observando la reverberación del sol en su superficie”, explica TotalEnergies.
La oenegé estadounidense de defensa medioambiental Environmental Defense Fund (EDF) prevé lanzar su propio satélite, que promete más precisión y umbrales de detección más elevados que permiten identificar fugas pequeñas.
Su lanzamiento, que realizará SpaceX, está previsto para el otoño boreal del 2022.