
El escritor peruano Mario Vargas Llosa fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2010.
El 7 de diciembre de 2010, Mario Vargas Llosa pronunció su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en la Academia Sueca de Estocolmo.
“¿Cómo no querer al Perú, ese país que yo no elegí, sino que me eligió a mí, que me dio una lengua, unas costumbres, unos afectos, y aunque quiso a veces quitármelos, no lo consiguió del todo, ni siquiera cuando me pegaba, me insultaba, me escupía o me ignoraba?
Allí amé y odié, gocé y sufrí, y aunque he vivido más años fuera que dentro de él, no ha pasado un solo día que no haya pensado en él”.
Palabras a su entonces esposa Patricia Llosa.
“Mi mujer, que tiene un gran instinto práctico, suele decirme que yo sólo sirvo para escribir. Tiene razón...”, contaba el escritor arequipeño.
“La persona a quien más debo es a Patricia, mi prima hermana, mi compañera de toda la vida, la madre de mis hijos, la abuela de mis nietos y la que hace posible que yo me dedique a escribir sin distraerme en lo demás y que, además, lo haga en libertad y con alegría. Patricia ha hecho todo y todo lo ha hecho bien. Ha organizado nuestra vida, ha resuelto los problemas materiales, ha cuidado la salud y ha sido generosa conmigo siempre, incluso en los momentos más difíciles. Si no fuera por ella, hace rato que me habría muerto, probablemente de una congestión en una universidad barata de Estados Unidos o en una pensión miserable de algún barrio latinoamericano. Mi mujer, que tiene un gran instinto práctico, suele decirme que yo sólo sirvo para escribir. Tiene razón, pero sin ella, no lo sabría, y no lo habría comprobado. Ella lo ha hecho todo y todo lo ha hecho bien. Me ha cuidado, me ha protegido, me ha animado y ha sido, en los momentos de desaliento, mi mejor estímulo”.
En su intervención, titulada “Elogio de la lectura y la ficción”, destacó la importancia de la lectura en su vida, recordando cómo aprendió a leer a los cinco años en Cochabamba, Bolivia, y cómo esta habilidad le permitió viajar a través del tiempo y el espacio, viviendo múltiples vidas a través de los libros.
En el ámbito político, el escritor hizo un llamado a defender la democracia liberal, resaltando valores como el pluralismo, la convivencia, la tolerancia y el respeto a los derechos humanos. Criticó las dictaduras y las formas de gobierno que atentan contra estas libertades, mencionando casos específicos en América Latina.

Discurso “Elogio de la lectura y la ficción”:
“Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final.
Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras. Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas.
La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización.
Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.