En un empobrecido pueblito del mayor valle cocalero de Perú, Angélica Lapa llora la muerte de su hijo, asesinado hace cuatro meses por disidentes de la organización terrorista Sendero Luminoso.
Luis Fernando, de 19 años, murió en un ataque de Sendero en San Miguel del Ene, un pueblo de 300 habitantes en el Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, conocido como Vraem. Los terroristas abrieron fuego en dos bares, y mataron a 16 habitantes, incluidos cuatro niños.
“Mi hijo era inocente, era humilde. Su muerte nos afectó muchísimo”, contó Lapa en quechua, llorando, en la pequeña chacra donde siembra hojas de coca y cacao para sobrevivir en medio de la pandemia.
No es la primera vez que esta campesina de 67 años, con las manos curtidas por el trabajo en la tierra y el sol de los Andes, sufre los embates de Sendero Luminoso.
En la década de 1980, en los años en los que Sendero Luminoso inició sus ataques terroristas en contra de la población peruana, perdió a primos, tíos y abuelos en Uchuraccay, una comunidad en Ayacucho.
“El gobierno debería mandar al ejército para que presionen a esas personas que mucha gente inocente matan”, manifestó Lapa.
Tras el incidente del 23 de mayo pasado, se hallaron panfletos en el lugar del ataque que exhortaban a la población a no votar por la entonces candidata Keiko Fujimori y a abstenerse de participar en la segunda vuelta de la elección presidencial de junio.
El atentado fue atribuido por las autoridades a terroristas de Sendero Luminoso aún activos, dirigidos por Víctor Quispe Palomino, alias “Camarada José”.
Tras su derrota militar en los años noventa, la enorme mayoría de los principales dirigentes de la organización criminal están tras las rejas y su cabecilla, el genocida Abimael Guzmán, que pasó 29 años en prisión, murió a los 86 años en la cárcel el 11 de setiembre.
Pero unos 200 terroristas no reconocidos por los principales cabecillas de la organización genocida siguen activos en el Vraem, dispersos en esta región montañosa y de difícil acceso que es también la mayor región de producción de hoja de coca del país.
Las autoridades peruanas les acusan de aliarse con el narcotráfico para sobrevivir.
-“Somos olvidados”-
Las víctimas de San Miguel del Ene engrosan la lista de peruanos asesinados en dos décadas por disidentes de Sendero Luminoso, y se suman a decenas de miles de muertos como consecuencia de la violencia terrorista (1980-2000).
El Vraem está bajo vigilancia militar desde el 2006. El gobierno acusa a estos delincuentes de ser cómplices de los narcotraficantes, otorgándoles protección para que puedan transportar la droga elaborada en base a hojas de coca.
En general el cultivo de la hoja de coca es la única opción para los campesinos que viven en la extrema pobreza en estos poblados no atendidos por el Estado, sin saneamiento ni agua potable. Como las hojas pueden cosecharse cuatro veces por año, su cultivo es más rentable que el cacao, que se cosecha una vez al año, o los plátanos, cuyo precio es muy bajo.
“Económicamente la hoja nos sustenta porque es una plantación que se produce en menor tiempo. Nosotros preferimos esta plantita”, declaró Roy, de 35 años, hijo de Angélica.
Perú es el segundo productor mundial de hoja de coca, detrás de Colombia.
Los campesinos venden una parte de la producción para el consumo personal -para masticación o infusiones, con efecto vigorizante- y muchas veces otra parte a los narcotraficantes.
“No hay otro producto para nosotros. A veces sembramos cacao y no hay venta. Estábamos vendiendo a Enaco (empresa estatal de coca), ahora tenemos que vender a otras personas; no sé qué harán”, dijo otra campesina, Dina Manrique, de 45 años.
Los habitantes de San Miguel del Ene se sienten olvidados.
“Somos olvidados en todo aspecto. El gobierno no debería dejarnos a un lado, debería ver cómo vivimos”, indicó Manrique.
En el 2019, antes de la pandemia, el precio de la arroba (11.5 kg) de hoja de coca llegó a venderse a hasta S/ 200 (US$ 60). Pero ahora los narcotraficantes la compran a entre S/ 30 a S/ 40 (US$ 7.5 a US$ 10), según los cocaleros.
Según la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida Sin Drogas (Devida), un 90% de las 120,000 toneladas de hoja de coca cultivadas cada año en Perú alimenta el narcotráfico. Apenas 12,000 son utilizadas para el consumo tradicional.