Los bosques del sureste de la Amazonía peruana parecen prístinos, pero esconden una realidad perversa al estar absorbiendo niveles de mercurio tóxico nunca antes registrados en el planeta como consecuencia directa de la minería de oro informal e ilegal, según un estudio publicado en la revista “Nature Communications”.
La investigación se llevó a cabo en el selvático departamento peruano de Madre de Dios, uno de los más depredados por la fiebre del oro aluvial, que en la última década escaló un 40% solo en las áreas protegidas del país.
“Los niveles de mercurio que encontramos fueron completamente inesperados, no lo podía creer, eran mucho más altos que en cualquier otro lugar”, reconoce la biogeoquímica estadounidense Jacqueline Gerson, autora principal de la investigación.
El estudio recolectó muestras de aire, vegetación y suelo en tres sitios cercanos a la actividad minera aurífera, así como dos más alejados, y descubrió que las áreas de bosques primarios adyacentes a la minería tenían entre dos y catorce veces más mercurio que las más remotas.
En concreto, en la estación biológica de Los Amigos, que se extiende por cerca de 146,000 hectáreas, la carga de este metal tóxico superó las concentraciones reportadas en cualquier otro ecosistema estudiado previamente en el mundo y se ubicó a la par con los valores de áreas afectadas por la combustión industrial de carbón en China.
Por el contrario, las áreas deforestadas en la zona minera tenían una carga menor de mercurio, lo que sugiere que la propia complejidad forestal de la biodiversidad amazónica hace que esta región sea altamente vulnerable a un mayor almacenamiento de este metal.
“La gran cantidad de cobertura de hojas actúa como una superficie perfecta para el mercurio, pues es justamente la presencia de este dosel espeso lo que es importante para eliminar ese mercurio de la atmósfera y traerlo al bosque”, puntualiza Gerson.
Infiltrado en la biodiversidad
El origen de todo es la minería de oro informal e ilegal. Para extraer el metal precioso, los mineros devoran los bosques: talan árboles, succionan el suelo con dragas y usan mercurio para separar el oro y crear una amalgama que luego queman, liberando partículas de mercurio gaseosas a la atmósfera.
Transportadas por el aire, las partículas se adhieren a las hojas y la lluvia las arrastra al suelo del bosque, según cuenta la investigadora.
Pero la historia no acaba aquí. El estudio desveló que, al ser absorbido por el tejido de las hojas, este metal se infiltra también en la red alimenticia de los pájaros cantores, que mostraron niveles de dos a doce veces más altos que los de áreas más alejadas de la actividad minera.
“Estos son niveles que se sabe que son peligrosos. Disminuyen el éxito reproductivo en un 30%, pueden causar problemas de desarrollo, efectos neurológicos, alterar el comportamiento y los cantos”, detalla Gerson.
La formalización de la actividad minera es, sin duda, un mecanismo capaz de ayudar a encauzar esta problemática. Sin embargo, incluso si los mineros eliminan de forma inmediata el uso del mercurio, el legado de este metal en los suelos puede extenderse por siglos porque “no se degrada” y sus efectos son irreversibles.
“Necesitamos una combinación de formalización para concentrar la minería en áreas particulares que sean menos vulnerables y de mejora tecnológica para reducir la emisión de mercurio a la atmósfera”, defiende Gerson, tras insistir en la importancia de promover también el desarrollo socioeconómico en Madre de Dios.
Y es que, solo en las últimas décadas, el negocio de la minería ilegal de oro arrebató 25,000 hectáreas de una de las selvas con más biodiversidad del planeta, lo que convierte este crimen ambiental en una actividad más rentable, incluso, que el del tráfico de cocaína.