A bordo de un helicóptero cargado con más de 300 kilos de explosivos, efectivos de las Fuerzas Armadas de Perú despegan a su habitual tarea de neutralizar pistas de aterrizaje usadas para exportar droga de la mayor cuenca cocalera del país, donde el narcotráfico convive en alianza con el terrorismo.
Ataviados con cascos, mochilas, fusiles y chalecos con municiones, doce hombres de la escuadra de ingeniería, que apenas rozan los 20 años, se persignan en silencio, antes de despegar de la base militar de Pichari, en pleno Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem).
Durante una hora, solo escuchan el ruido abrumador de las hélices y del viento que penetra la nave por las ventanas que mantienen abiertas con ametralladoras apuntando al cielo.
Atraviesan los Andes y sobrevuelan un sinfín de selva virgen. Se dirigen al distrito cusqueño de Megantoni, en la “zona blanda” del Vraem, reducto donde aún se mantiene activo un remanente del grupo terrorista Sendero Luminoso, inicialmente de influencia maoísta, que resguarda a los narcos y se financia con el dinero de la droga.
El contingente aterriza en la denominada pista “Alto Pichas 9″, un terreno arenoso que se extiende por 800 metros de largo y 6 de ancho al borde del río Pichas y que hace unos 20 días pisó una avioneta para cargar cocaína.
Para construir esta remota vía, donde solo se llega por aire o caminando dos semanas desde el centro poblado más cercano, es probable que los narcos necesitaran de una treintena de vecinos, a quienes habrían pagado unos US$ 45,000 por un mes de trabajo, cuenta a Efe el oficial a cargo del operativo, quien por motivos de seguridad se mantiene en el anonimato.
Con la oscuridad como aliado, los obreros talan árboles a pico y pala para luego allanar el suelo con unas construcciones artesanales de madera en forma de “T” invertida.
Once explosiones
La escuadra de ingeniería llega a “Alto Pichas 9″ cuando se cumplen diez días desde que una patrulla de seguridad permanece al otro lado del río en su cometido de detener in fraganti las aeronaves del narcotráfico e incautar droga y armamento.
Pero, ante la inacción de los últimos días, aseguraron la pista para inhabilitarla.
Tras un breve reconocimiento de la zona, los soldados, desafiando las altas temperaturas, excavan una decena de taladros de más de 1.80 metros de profundidad y colocan, en su interior, anfo y 25 kilos de explosivos.
El trabajo se prolonga por unas tres horas, pero la lluvia y la oscuridad lo interrumpen y obligan a los militares a resguardarse bajo las lonas de plástico que, atadas a cañas, usan de carpas en medio de la pista.
De noche, las vigilan en parejas, en turnos de dos horas. Las detonaciones arrancan con la primera luz del siguiente día. Son once en secuencia: primero se consume el detonante y, trece segundos después, restalla la explosión, que sacude con fuerza el suelo y hace saltar por los aires una descomunal masa de lodo y piedras.
A medida que se desvanece el humo, aún con olor de pólvora, la pista queda reducida a cráteres de seis metros de profundidad que ocupan toda su amplitud.
“Quedó tan destruida que les sale más a cuenta construir otra y abandonar esta que rehabilitarla”, asegura el responsable del operativo, tras comentar que, cuando había liquidez en el narcotráfico, los criminales demoraban apenas 15 días en reparar las pistas, pero que, ahora, las neutralizadas hace un mes y medio siguen intactas.
Una red transnacional
Con este operativo, ya son ocho las pistas de aterrizaje inhabilitadas en la última semana en el Vraem de las quince que tienen localizadas las autoridades en esta zona, de donde sale la mayor parte de la cocaína del Perú, considerado como el segundo productor mundial de esta sustancia.
Según asegura a Efe el oficial a cargo del Comando Especial del Vraem, quien también quiso preservar su identidad, el ingreso de avionetas dedicadas al narcotráfico se ha desplomado en esa cuenca cocalera al pasar de 12 y 16 en marzo y abril del año pasado a 6 y 1 en los mismos meses del 2022.
Una reducción que coincidió con la bajada en picado (30%) del precio de la hoja de coca, que se devaluó de 90 a 35 soles (de 24.3 a 9.75 dólares) por arroba.
En lo que va de año, agrega, en el Vraem se neutralizaron cerca de una treintena de pistas clandestinas y, en total, fueron más de un centenar en 2021.
La inmensa mayoría de avionetas tiene matrícula boliviana, con pilotos brasileños que transportan la cocaína producida en Perú, muchas veces a manos de narcotraficantes colombianos, detalla el oficial a cargo del operativo.
Una amalgama de nacionalidades que confluye en estas pistas, donde las avionetas, sin apagar su motor, cargan entre 300 y 400 kilos de la droga a expensas de los “mochileros”, pobladores de la zona que transportan a pie de 10 a 20 kilos de cocaína hasta unos depósitos de acopio.
Allí aguardan el visto bueno de la nave, que espera el cargamento en la cabecera de la pista -señalizada en “Alto Pichas 9″ con un plástico azul-, donde da un giro de 180 grados y sale hacia Bolivia, prosigue el militar.
Esta cocaína se destina principalmente a Estados Unidos, Europa y Brasil, en un flujo ilícito aupado por la demanda internacional, que tiene su origen en esta selva montañosa del Vraem, sumida en el abandono histórico de un Estado que hasta ahora ha sido incapaz de revertir los altos índices de analfabetismo y pobreza (65 %) de su población.