Profesor Principal de Derecho del trabajo en la PUCP
El Consejo Nacional de Trabajo y Promoción del Empleo, organismo de diálogo social integrado por entidades representativas de los trabajadores, los empleadores, el Estado y la sociedad civil vinculada al mundo del trabajo, iniciará en los próximos días la discusión del Anteproyecto de Código del Trabajo.
El anteproyecto corresponde a un nuevo intento de sistematización de nuestra profusa legislación laboral, esfuerzo que se remonta al año 2002 cuando la Comisión de Trabajo del Congreso de la República designó un comité de expertos al que encomendó la elaboración de una Ley General de Trabajo. Dicho comité, que tuve el privilegio de integrar, estuvo conformado por un grupo de profesores universitarios y abogados vinculados al sector sindical o empresarial, cuyo signo distintivo fue la pluralidad y apertura hacia posiciones diversas que apuntaban a alcanzar un equilibrio razonable en las relaciones laborales entre trabajadores y empleadores.
No es ese el caso del actual anteproyecto de código de trabajo en el que se constata que su objetivo es instaurar un régimen de proteccionismo a ultranza. De esta forma, allí donde la legislación vigente permite un ejercicio razonable de las facultades propias del poder directivo del empleador, el anteproyecto las mediatiza al extremo de hacerlas inoperantes o sometidas a la discrecionalidad de la aprobación administrativa del Ministerio de Trabajo.
Es claro que el Derecho del Trabajo cumple una función tuitiva respecto del trabajador, pero ello no debería llevar al legislador a desconocer que son dos las partes del contrato de trabajo a las cuales les corresponden derechos y obligaciones.
El proteccionismo a ultranza colisiona con el modelo de economía social de mercado y el derecho a la libertad de empresa consagrado en nuestra Constitución, lo que, en palabras del Tribunal Constitucional “son considerados como base del desarrollo económico y social del país y como garantía de una sociedad democrática y pluralista (…)”.
En sus afanes proteccionistas, el anteproyecto parece ignorar que, según cifras del Instituto Nacional de Estadística e Informática, el 72.5% de la población económicamente activa se desenvuelve en el ámbito de la informalidad, esto es, desprovista de todo marco de protección laboral. Así, mientras más costosa y rígida sea la contratación de trabajadores más se estará alentando la informalidad, con lo cual se genera un efecto perverso: cada vez son menos los trabajadores a los cuales se aplica la legislación laboral, lo cual en buena cuenta significa vaciar de contenido el derecho del trabajo en razón del decreciente número de beneficiarios de sus disposiciones. Ciertamente, es claro que son los niveles de inversión privada y crecimiento económico los que explican el mayor o menor crecimiento del empleo y que no sería válido atribuir al ordenamiento laboral la principal responsabilidad en los altos índices de informalidad que existen en nuestro país, pero tampoco puede desconocerse que la regulación laboral juega un rol relevante en las decisiones de contratación laboral que adoptan miles de empresarios en nuestro país.
Es en materia de estabilidad laboral en el que se detectan los mayores sesgos en que incurre el anteproyecto, recurriendo para ello a dos vías paralelas: una indirecta, por la cual restringe o hace inviable la desvinculación laboral; y otra directa, por la que apunta a restaurar, subrepticiamente, la estabilidad laboral absoluta en nuestro ordenamiento legal, incrementando a su vez, significativamente, los costos del despido.
Así, como mecanismos de protección indirecta, el anteproyecto introduce modificaciones o incurre en omisiones que en los hechos impedirán ejecutar la desvinculación, no obstante la configuración de un supuesto de causa justa. A modo de ejemplo, en la actualidad ha devenido en impracticable la desvinculación del trabajador en razón de deficiencias, físicas, intelectuales, mentales o sensoriales sobrevenidas que le impidan el desempeño de sus tareas. Para ello se requiere que el Colegio Médico del Perú o entidades de salud del Estado (Ministerio de Salud o Instituto Peruano de Seguridad Social) evalúen el caso y emitan una certificación que acredite la deficiencia sobrevenida del trabajador. Sin embargo, dichas entidades simplemente no cumplen con emitir la respectiva certificación, mientras que una casación vinculante de la Corte Suprema (N° 11727-2016) no reconoce la facultad del Colegio Médico para este efecto, con lo que ha quedado trabada la desvinculación por este motivo. Con ello, el empleador debe mantener vigentes los contratos de trabajo de quienes ya no se encuentra en capacidad de continuar desempeñando las funciones para las que fueron contratados, obligándosele a generar puestos de trabajo superfluos que afectan su productividad y a asumir el costo de las vicisitudes del contrato de trabajo, no obstante que estas deberían estar a cargo de la seguridad social. De ahí que mal hace el anteproyecto al atribuir a una “comisión calificadora” la determinación de la situación de salud del trabajador, cuando la experiencia ha demostrado, una y otra vez, que ello resulta inoficioso.
Otro extremo de proteccionismo ultranza lo encontramos cuando a la falta grave que amerita el despido del trabajador por haber cometido un delito doloso -supuesto actualmente previsto en nuestra legislación- se le agregan dos nuevos requisitos: (i) que se imponga al trabajador “una pena privativa de la libertad efectiva”; y, (ii) “que le impida el cumplimiento de la relación de trabajo”. Esta disposición implica que el empleador debe mantener en la empresa a quien ha sido condenado por un delito doloso si no se verifican simultáneamente los dos requisitos en mención. Pongamos por ejemplo el caso de un trabajador que se desempeña como auxiliar en un nido de infantes y que ha sido condenado en la vía penal por tocamientos indebidos en un transporte público. Como quiera que es previsible que ese individuo no será condenado a sufrir carcelaria efectiva, el empleador estará impedido de materializar su desvinculación. Cabe así preguntarse si los padres de esos niños se sentirían seguros de confiarlos a un sujeto que carece de requisitos básicos de idoneidad moral, así el delito lo haya cometido fuera del centro de trabajo y en agravio de terceras personas. Desde nuestra perspectiva, este es un ejemplo en el que el proteccionismo a ultranza opta por proteger a un ofensor y no a quienes tienen que mantener contacto directo con este en el centro de trabajo.
En la tipificación de las faltas graves que justifican el despido, el anteproyecto suprime la obligación relativa a la buena fe laboral, limitando las obligaciones del trabajador a aquellas que resultan esenciales a su puesto de trabajo. El concepto de buena fe laboral, previsto en la actual legislación, importa el cumplimiento de deberes de fidelidad y lealtad por parte del trabajador. El deber de fidelidad alude al fiel cumplimiento de las obligaciones propias del puesto de trabajo. El deber de lealtad determina que el trabajador debe procurar evitar que se produzcan daños o situaciones de riesgo que afecten la seguridad o la integridad propias, la de sus compañeros de trabajo, de terceros, de los bienes de la empresa o de los que se encuentren bajo su custodia. Así, de advertir dicha situación, el trabajador debe dar la voz de alerta procurando evitar que se materialice el daño. Empero, de suprimirse el requisito de buena fe laboral, un trabajador que advirtiese una situación de inminente peligro en una zona cercana a su puesto de trabajo, estaría facultado a continuar con sus labores invocando que no es parte de sus obligaciones notificar a sus superiores sobre eventuales siniestros que pudieran producirse en el centro de trabajo.
De otro lado, la legislación vigente califica como falta grave la reiterada paralización intempestiva de labores habida cuenta que, conforme a nuestro ordenamiento legal, dicha modalidad no corresponde a un medio legítimo de presión laboral hacia el empleador. Sin embargo, el anteproyecto elimina ese supuesto y se limita a señalar que constituye falta grave “la disminución deliberada y reiterada en el rendimiento en el puesto de trabajo”, lo que ciertamente corresponde a una situación distinta. Esta última está referida a la afectación individual del rendimiento del trabajador, mientras que la reiterada paralización intempestiva de labores está aludiendo a una conducta colectiva, que la ley vigente proscribe expresamente, evidenciando así que esa no es una medida amparada por nuestra legislación. En efecto, el paro intempestivo no constituye el ejercicio legítimo del derecho de huelga, el cual debe observar determinadas formalidades (decisión aprobada mayoritariamente por parte de los trabajadores, corroboración mediante acta refrendada por notario o juez; pre aviso al empleador y a la autoridad de trabajo, entre otros requisitos). De esta forma, dejar de calificar como falta grave la reiterada paralización intempestiva de labores, conforme propone el anteproyecto, transmite un mensaje equívoco sobre esta delicada materia.
En lo relativo al despido por abandono de trabajo (por ejemplo, ausencias injustificadas durante 16 días no consecutivos en un período de 180 días calendario) el anteproyecto plantea modificar la norma vigente, exigiendo que cada ausencia debe haber sido sancionada disciplinariamente. Así, si el empleador omitiese sancionar oportunamente alguna de estas 16 ausencias, habrá incurrido en un despido inválido.
De otro lado, el anteproyecto suprime como causa de despido a la injuria cometida por el trabajador en agravio del empleador, de sus representantes, del personal de dirección o de otros trabajadores. Pareciera que como quiera que subsiste la figura de grave indisciplina, se habría estimado que resulta redundante mantener la figura de la injuria, actualmente prevista en la legislación vigente. Empero, ello parece surgir de una confusión conceptual habida cuenta que indisciplina e injuria son supuestos distintos. Mientras la primera alude al incumplimiento de las disposiciones impartidas con relación a las labores, la segunda sanciona las expresiones que entrañan una falta de consideración y una intención de ofender. De ahí que eliminar a la injuria como un supuesto de despido implicará afectar seriamente las bases mínimas de respeto que debe primar en la conducta hacia el empleador y los compañeros de trabajo.
En materia de despidos colectivos, el anteproyecto se mantiene en la figura surrealista que impera en nuestro ordenamiento. Se establecen supuestos y se regula el procedimiento aplicable para llevar a cabo ceses colectivos en la empresa, no obstante que ello no es más que letra muerta desprovista de toda eficacia. Salvo muy contadas excepciones, desde hace muchos años el Ministerio de Trabajo no aprueba los ceses colectivos solicitados por el empleador ya que siempre encuentra alguna excusa para desestimar la solicitud del empleador, por más cuidadosa y contundente haya sido la justificación invocada para sustentar la medida.
Así, el anteproyecto mantiene la regulación actualmente vigente, a sabiendas que la autoridad de trabajo mantendrá su tradicional política de bloqueo a este tipo de procedimientos. Con ello se fuerza al empleador a mantener personal que no resulta necesario, o cuyo costo no puede continuar asumiendo en razón de las dificultades económicas que la empresa puede encontrarse atravesando. Esto lo lleva intentar llevar a cabo desvinculaciones mediante mutuo disenso, que por depender de la voluntad de la contraparte suelen alcanzar montos considerables que agravan situaciones económicas de por sí precarias.
Estimamos que el pecado original de este esquema de desvinculación consiste en que este se encuentra configurado bajo la modalidad del “despido propuesta” conforme al cual el empleador debe solicitar autorización a la Autoridad Trabajo para llevar a cabo el despido mientras que a esta se le asigna el ingrato papel de autorizar el despido colectivo solicitado por el empleador. Obviamente, en ese escenario, la autoridad de trabajo opta por la medida más expeditiva: casi invariablemente desestima el pedido de la empresa, evidenciando con ello que a lo largo de muchos años los distintos Ministros de Trabajo han optado por la protección de la estabilidad laboral, pero en particular de la propia, evitándose así ser juzgados como responsables de la autorización de despidos de trabajadores.
Es por ello que debe abandonarse el esquema de “despido propuesta” para pasar a un régimen similar al que opera en el despido individual. En este la medida dispuesta por el empleador resulta eficaz y surte efecto, pero queda sujeta a su acreditación en caso que la misma sea impugnada en sede judicial. De la misma forma, de resultar infructuosas las negociaciones entre la empresa y la respectiva organización sindical (y de no existir esta, con los trabajadores afectados) para llevar a cabo un cese colectivo debería surtir efecto la medida de desvinculación dispuesta por el empleador. Corresponderá a la empresa demostrar el sustento y procedencia de la medida en el respectivo procedimiento judicial en caso este sea promovido y asumir las reparaciones económicas que correspondan si en el proceso judicial se demostrase la improcedencia de la medida. Debe tenerse presente que ese es el modelo que prevén distintos instrumentos internacionales, como el Convenio 158 OIT y la Directiva 98/59/CE de la Unión Europea, y que a su vez recogen numerosas legislaciones, tales como la de Alemania, Dinamarca, España, Francia, Inglaterra, Italia, Suecia, Argentina, Colombia y Chile, por señalar solo algunos casos. En ninguno de estos regímenes opera el denominado “despido propuesta” que tanta ineficacia ha demostrado en nuestro medio.
Además de las fórmulas de protección indirecta que hemos comentado y cuyo objeto es inviabilizar la desvinculación, el anteproyecto desarrolla mecanismos de protección directa al regular la estabilidad laboral, el instituto más controversial de nuestro ordenamiento laboral.
El anteproyecto trata el despido sin causa justificada pero, curiosamente, se limita a recoger, parcialmente, los criterios del Tribunal Constitucional para la figura del despido fraudulento, el cual conlleva la reposición del trabajador. Así, el anteproyecto se limita a regular el despido nulo, tipificándolo, entre otros supuestos, como aquel cuya causa no ha sido probada en juicio cuando las pruebas que lo sustentan son calificadas de falsas. Así, por la expeditiva vía de atribuirle a la prueba la condición de prueba falsa, se abre el camino para que se califique el despido como nulo y se ordene judicialmente la reposición del trabajador, además del pago de las remuneraciones devengadas durante el proceso. Alternativamente, a elección del trabajador, este podrá optar por el pago de la indemnización por despido, más el importe correspondiente a las remuneraciones devengadas. Mas aun, si el despido corresponde a determinados supuestos agravados, corresponderá el pago de una reparación por daños y perjuicios en adición a la reposición o el pago de la indemnización.
Así, el anteproyecto se aparta de los criterios del TC - no obstante su carácter vinculante- al omitir regular el despido arbitrario, esto es, el despido no probado en juicio, al cual solo corresponde resarcirlo con el pago de una indemnización. De esta forma, subrepticiamente, se apunta a instaurar nuevas vías para la reposición, aproximándose con ello a un esquema de estabilidad laboral absoluta.
A lo expuesto se agrega el notorio incremento de la indemnización por despido. A diferencia de lo que dispone la legislación vigente -que fija un tope de doce sueldos como indemnización ente el despido arbitrario- el anteproyecto elimina dicho tope, con lo cual será equivalente a 45 días de remuneración por cada año de servicios, sin límite alguno, sin perjuicio de la reparación por daños y perjuicios en el supuesto antes indicado.
Creemos que la regulación que el anteproyecto propone en materia. de estabilidad laboral acentuará sensiblemente los niveles de rigidez laboral que persisten en nuestra legislación. Recordemos que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) ha señalado que en el Perú prevalece un mercado de trabajo segmentado y con una regulación rígida, destacando que un marco normativo flexible contribuiría a que nuestro país sea un destino de inversión. Por su parte, el Foro Económico Mundial ha ubicado al Perú en el puesto 131 de 141 países en materia de contratación y despido, esto es, a la cola de los países con mayor rigidez laboral en el mundo.
Es claro, pues, que de aprobarse este anteproyecto podremos aspirar a encontrarnos en la final del campeonato mundial de la rigidez laboral.
Confiemos que ello no será así y que el anteproyecto será reformulado de manera que permita arribar a consensos básicos entre los interlocutores sociales haciendo factible que podamos aspirar a una legislación equilibrada que pueda perdurar en el tiempo.