PAD, Universidad de Piura
Constatamos una frecuente desconexión entre la empresa y la sociedad, manifestada en falta de entendimiento: esto ha llevado a acosar a la empresa acusándola de causar problemas por mirar exclusivamente su propio provecho. Aunque es una generalización desproporcionada e injusta, no excluye casos ciertamente reprobables.
El empresario, en su afán por sacar adelante su negocio, se centra en lograr beneficios. La antigua concepción del exclusivo beneficio como objetivo empresarial quedó descartada; asimismo, el concepto de creación de valor para el accionista es sumamente limitado, visión estrecha y de corto plazo.
Pero el directivo también sabe que aporta bastante a la sociedad: bienes y servicios necesarios, puestos de trabajo, impuestos y creación y distribución de riqueza. Indudable. Pero también es consciente de que eso no es suficiente, de que las necesidades sociales son inmensas, y, por tanto, su responsabilidad lo lleva a intentar hacer algo más en pro de la sociedad en la que se desenvuelve y gracias a la cual destaca. Su contribución puede manifestarse a través de donaciones, construcción de escuelas, postas médicas, becas escolares, atención de problemas inmediatos… Loable, necesario, conveniente. Pero tiene la forma de asistencialismo, filantropía, careciendo de verdadera sostenibilidad; es contribución periférica, calmante, que, siendo necesaria, es insuficiente y a menudo deja un regusto a dádiva.
En 2011, dos profesores de Harvard –Porter y Kramer– plantearon un novedoso esquema para reconectar de manera eficaz la empresa con el entorno social: “valor compartido”. Lo definen como “las políticas y prácticas operativas que, fortaleciendo la competitividad de la empresa, simultáneamente despliegan y mejoran las condiciones económicas y sociales de las comunidades en las que opera”. Lo más importante, en mi opinión, es que este enfoque deja de lado el mero “dar” para centrarse en el “desarrollo” de las potencialidades que el medio local tendría si fuera orientado convenientemente, precisamente con las innegables capacidades, creatividad y eficiencia propias de los empresarios. Requiere una profunda apreciación de las verdaderas necesidades sociales y, para esto, el conocimiento, diálogo, afán de ayuda y no de imponer, son elementos vitales. El análisis no debe quedarse en un simple “¿en qué te puedo ayudar?”, sino estudiar cómo las características de la zona y los talentos de la población local podrían integrarse para beneficiarse de lo que la empresa hace, y lograr un aporte valioso, que desarrolle a la comunidad y no la haga una mera dependiente de la empresa. El objetivo es que todos incrementen valor para poder compartirlo beneficiándose mutuamente: proveedores, clientes, personal, comunidad local.
El valor compartido se puede llevar a cabo de tres maneras: reconcebir los productos y mercados, redefinir productividad en la cadena de valor y construir clústeres locales sostenibles.
Hay algunos ejemplos en el país y en el extranjero de magníficos modelos de valor compartido. Empresa y comunidad local se necesitan recíprocamente y, por ello, deben generar confianza y colaboración mutuas. Esto implica también, y de manera importante, el concurso del Estado, de la sociedad civil, de los políticos. Renunciar al afán de figurar o de ganar réditos es imprescindible. Pero el empresario debe tomar la iniciativa y, conociendo sus potencialidades, ponerlas al servicio del entorno. Decía Peter Drucker: “El buen liderazgo no lo demuestran los logros del líder, sino lo que pasa después de que este abandona el escenario. La prueba está en lo que deja detrás de sí”. Este es, sin duda, un magnífico desafío para el gobierno corporativo.