Escribe: Mercedes Araoz, profesora e investigadora de la Universidad del Pacífico.
El último fin de semana nos despertamos con buenas noticias económicas: el BCR mantenía su proyección de crecimiento del PBI de este año en 3.1%, con sesgo positivo. Por su parte, la agencia Moody’s ratificaba la calificación crediticia de Perú, mejorando su perspectiva de negativa a estable. Muestra de la resiliencia de la economía peruana a pesar de la continua crisis política y los riesgos internos y externos a los que nos enfrentamos. Sin embargo, estas buenas noticias refuerzan la necesidad de seguir insistiendo en la importancia de sostener tres activos importantes para el desarrollo económico del país: Institucionalidad fortalecida, Estado de derecho sólido y compromiso creíble con la estabilidad macroeconómica con disciplina fiscal.
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Estando ad portas del debate de la Ley de Presupuesto y Endeudamiento Público del 2025, en un año preelectoral, vale la pena recordar a políticos y ciudadanos –para hacer cabal vigilancia ciudadana– cómo se fundamentaron estos pilares del desarrollo económico peruano y por qué es importante que estos se preserven. Luego del descalabro económico, político y social de los años ochenta, el sorpresivo ganador de las elecciones de 1990, Alberto Fujimori, tuvo que tomar una decisión drástica: dejar sus promesas electorales, donde casi no cambiaba nada, y elegir el shock económico y reformas liberales prometidas por su contendor Mario Vargas Llosa. Quizás presionado por la necesidad de regresar al sistema financiero internacional y recibir el apoyo de las multilaterales, optó por lo segundo y se embarcó en un viraje de timón de 180° en políticas económicas, decisión que hasta el día de hoy agradecemos. Ciertamente, el Gobierno de Fujimori tuvo acciones inaceptables, como el daño al sistema democrático a través de un autogolpe y la falta de respeto a los derechos humanos, pero en este artículo nos centraremos en los pilares del sistema económico que nos rige.
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Lo que sucedió en el año 1991, con la mayor reducción del déficit fiscal (-6.01%) de la prepandemia (1970-2019), indica que es posible poner a tono la política fiscal, rápidamente, si existe decisión y consenso político. Un acuerdo político que facilite una transición más corta a la reducción del déficit fiscal, siguiendo los parámetros de disciplina fiscal, tanto para el gobierno nacional como para las entidades subnacionales. Así, los siguientes gobiernos (nacional, regional y municipales) no reciban una carga financiera que limite su accionar al hacer políticas públicas, en sus respectivas jurisdicciones. Para ello, tanto los congresistas como los ciudadanos debemos comprender que todos podemos tener expectativas sobre los recursos del Estado, pero que estos son limitados. Es dinero que sale de nuestros bolsillos y que a ellos nos debemos, al asegurar que estos recursos sean los que soporten el gasto público, no más allá de un límite de endeudamiento sostenible en el tiempo. Que ese gasto sea eficiente, equitativo y de calidad en la provisión de bienes y servicios públicos. Que el accionar del Estado, con esos recursos, tenga la mayor neutralidad en el comportamiento de consumo, ahorro e inversión de los agentes privados (ciudadanos y empresas). El Estado Peruano no es propietario de la “faltriquera del diablo”, es decir, sus fondos son limitados y, si los tuviera, no paga usar los recursos de tal personaje. Siempre terminará haciendo pagar al país altísimos costos, como la hiperinflación de finales de la década de los años ochenta. Este compromiso, entre el Ejecutivo y el Legislativo, en esta coyuntura podría también ser una garantía de mejora real en su aceptación ciudadana y sus posibilidades electorales en el 2026.
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También, a partir de la Constitución de 1993, se forjaron las bases de un Estado de derecho creíble y de instituciones sólidas, entre ellas: la libertad económica de los individuos y empresas, el rol subsidiario del Estado, el respeto a los contratos entre privados y la no intervención estatal en ellos, la independencia de los tres poderes, la defensa de los derechos ciudadanos a través de una Defensoría del Pueblo, la existencia de un Tribunal Constitucional independiente, etc. De la misma manera, la reconstrucción del Estado de derecho y de las instituciones básicas del país son también una tarea urgente para nuestros actores políticos. Esto es el principal atractivo para las inversiones privadas domésticas e internacionales de largo plazo, que generen empleo formal y recursos fiscales para ampliar el gasto de manera orgánica. Si hay reglas de juego claras, que no se revierten para favorecer a grupos de interés mercantilistas, criminales u otros; y un sistema de administración de justicia transparente y eficaz, que no permita la impunidad de ningún criminal, ni grande ni chiquito, podemos volver a caminar por una senda de desarrollo económico y social predecible. Acemoglu y Robinson señalan que las sociedades más desarrolladas son las que mantienen instituciones sólidas e incluyentes y donde prima un Estado de derecho confiable. Es hora de parar el deterioro institucional y fortalecer la institucionalidad, para tener un Perú viable para todos los peruanos.
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