¿Cara chica o cara grande? Fue la respuesta que recibí, en perfecto español, en el hotel en Luanda, cuando al querer cambiar un billete de 100 dólares pregunté por el tipo de cambio kwanza-dólar. Visité Luanda como parte de una misión del Fondo Monetario Internacional para asistir al Gobierno de Angola con los problemas que enfrentaba en su sistema de pagos en ese momento. Confieso que me sorprendió mucho esa respuesta, pero me explicaron inmediatamente que la diferencia más evidente entre los billetes de dólar antiguos y los billetes de dólar nuevos está en el tamaño de la cara de Benjamin Franklin. Los billetes antiguos tienen una cara chica de Franklin y los billetes nuevos tienen una cara grande.
No recuerdo el tipo de cambio en ese momento, pero lo interesante es que los dólares de cara chica se cambiaban a un tipo de cambio menor, más o menos un 8% menor que los de cara grande. ¿Cómo explicar la diferencia de valorización de una misma moneda basada solamente en el diseño o la antigüedad del billete? La explicación es relativamente sencilla. Los billetes antiguos, los de cara chica, tenían mucho más tiempo en circulación y, por ello, no solamente estaban más usados, sino que también habían sido objeto de mayores falsificaciones. Por otro lado, los billetes nuevos, los de cara grande, al ser más nuevos, tenían muchos más, y mejores, elementos de seguridad y, además, los falsificadores no habían tenido tanto tiempo como para poner en circulación billetes de parecido cercano a los genuinos. Entonces, la diferencia en el tipo de cambio entre los billetes nuevos y los billetes antiguos reflejaba la prima de riesgo de quedarse con un billete falso.
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Así como los billetes falsos alteran precios, desinforman y destruyen la confianza en la moneda, la facilidad con la que hoy se pueden suplantar personas o instituciones en textos, audios o videos, o la facilidad con la que hoy se pueden difundir contenidos creíbles pero falsos, también destruyen la confianza entre nosotros y la reputación de personas e instituciones. La posibilidad de que se generalice la desinformación, así como ocurría con la circulación de dólares falsos en Angola, provoca que la erosión de la confianza entre nosotros sea una posibilidad cada vez más real.
En los últimos años, los avances en la tecnología de generación de contenidos han provocado una serie de nuevos fenómenos. Así como se crean ganancias de productividad y mayor focalización, los contenidos también pueden ser adulterados digitalmente y transmitirse de manera muy convincente confundiéndose con facilidad con contenidos verdaderos. Esto puede tener consecuencias importantes para nuestra vida diaria, para nuestros negocios y para nuestras decisiones políticas.
En estos nuevos escenarios, la gestión de la reputación y de las comunicaciones se complican exponencialmente y se hace necesaria una revisión completa de los procesos y de la asignación de recursos. Como el daño puede ser más profundo y se produce más rápidamente, la función de control de daños se transforma en una función que tiene que ser bastante más activa, capaz de responder de manera inmediata y contundente. El monitoreo de medios y de redes sociales queda obligado a tener un alcance más amplio, frecuente y permanente. Nuestras comunicaciones requieren hoy de mayores capas de seguridad. Las nuevas estrategias y formas de organizarnos deben responder a esta nueva realidad; asimismo, el uso de tecnología de punta para la recolección de información y la gestión del conocimiento para la mejor aplicación del criterio experto en la producción y difusión de contenidos son ineludibles.
Por otro lado, las campañas políticas que podemos vislumbrar en el horizonte serán bastante más susceptibles a las falsificaciones y consecuente desinformación. Los votantes tendremos cada vez más dificultades para separar los hechos de la ficción. La velocidad del cambio tecnológico exacerba estos problemas de confianza porque pueden surgir falsificaciones cada vez más creíbles más rápido de lo que se pueden desarrollar las medidas de protección. El cambio puede ser tan rápido que no nos dé tiempo como sociedad para adaptarnos y responder consecuentemente.
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La velocidad con que evoluciona la tecnología puede generar una suerte de desadaptación. Esta desadaptación pondrá de manifiesto la urgente necesidad de colaborar entre todos y desde múltiples frentes: desde la reformulación de nuestros procesos internos en la gestión de las comunicaciones y de la reputación; pasando por la necesaria inversión en educación para la divulgación de criterios que permitan discriminar correctamente entre contenidos falsos y verdaderos, pero de igual verosimilitud; hasta la revisión de nuestro marco normativo general.
Corresponde actuar inmediatamente en este campo. Es indispensable impulsar el desarrollo del pensamiento crítico en el acceso, la difusión y el consumo de información. Lo que está en juego es vital, el riesgo es gigantesco y, para variar, ya estamos tarde.
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