
El miércoles, la presidenta Dina Boluarte anunció que su Gobierno viene trabajando en un proyecto de ley para proteger la soberanía nacional. Concretamente, dijo que el Ejecutivo es consciente “de que han surgido nuevas amenazas contra nuestra soberanía”, así que resultaría “imperativo que el Estado se defienda no solo en términos de integridad territorial, sino también en la plena aplicabilidad de nuestra Constitución”.
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El anuncio de la presidenta coincidió con dos sucesos. Por un lado, la particular tensión que se ha desatado entre el Estado peruano y el Sistema Interamericano de Derechos Humanos –del que son parte la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH)–, a partir de la publicación de la reciente Ley de Amnistía.
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Por otro lado, coincidió también con el allanamiento a la casa de Nicanor Boluarte, así como de una oficina del nuevo ministro de Justicia, Juan José Santiváñez. En ambos casos, los allanamientos fueron ordenados por uno de los casos que se sigue contra Santivañez, a quien se acusa de haber liderado una red desde el Ministerio del Interior que alteraba procesos administrativos y coordinaba operativos policiales en favor de terceros. Según la Fiscalía, Santivañez dirigía las operaciones, mientras que Nicanor Boluarte era uno de los operadores clave.
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La coincidencia no es menor. Ya antes la presidenta ha reaccionado mal ante las críticas directas y ante los avances de las investigaciones en contra suya o de su entorno. Basta con recordar sus reacciones cuando se le ha preguntado por el caso de su hermano, o su ensañamiento contra todos los que participaron en el allanamiento a su vivienda.
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En este caso, no obstante, la necesidad de la presidenta de responder con firmeza y prontitud frente a lo que ella percibe como una persecución, podría generarnos muchos más perjuicios que beneficios, si efectivamente plantea separarnos del Sistema Interamericano.
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Primero, no es cierto que los tratados o el someterse a un tribunal internacional afecte la soberanía de un Estado. De hecho, es lo que la mayoría de Estados más desarrollados hacen (con excepción de los que tienen un poder geopolítico muy grande por sí mismos), por razones similares a la que una empresa que quiere mostrar la calidad de sus procesos muchas veces contrata una auditoría externa, o soluciona controversias con un arbitraje. En ningún caso esto implica someternos a reglas que nosotros mismos no hayamos acordado.
Y segundo, cabe recordar que el retiro de tribunales internacionales no ha sido una constante de países democráticos e institucionales, sino todo lo contrario. El último que se retiró del sistema fue la Venezuela de Hugo Chávez, por argumentos sobre soberanía muy similares a los que hoy esgrime el Gobierno. Más que eso, lo que los líderes suelen buscar es poder sin control.