
Escribe: José Ignacio de Romaña, director en IPCH
En el año 2002, el Perú fue testigo de una de las primeras grandes consultas ciudadanas en América Latina contra un proyecto minero. En Tambogrande, un valle agrícola de Piura célebre por sus limones y mangos, más del 98% de la población votó en contra del ingreso de Manhattan Minerals, una empresa canadiense que había descubierto un yacimiento de oro y cobre valorizado en más de mil millones de dólares. El lema de la resistencia fue simple y poderoso: “Sin limón no hay ceviche”. La imagen del ceviche, símbolo nacional, amenazado por la minería, capturó el sentir de una comunidad que temía por su agua y su forma de vida.
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El proyecto fue cancelado. Los medios celebraron la “victoria del pueblo”. Pero, más de dos décadas después, la historia real que vive Tambogrande es mucho menos romántica.

Con la salida de la empresa formal, el vacío lo llenaron más de 4,000 mineros informales. Muchos de ellos, irónicamente, agricultores del mismo valle, optaron por explotar el oro sin estudios ambientales, sin permisos y utilizando mercurio y cianuro. Hoy, las mismas fuentes de agua que se defendieron “a capa y espada” están contaminadas. La informalidad campea, los suelos se degradan y el modelo agroexportador que se buscaba preservar convive con actividades ilegales y peligrosas. La consigna “Agua sí, oro no” se desdibujó en el caos de una minería sin ley.
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El caso de Conga, en Cajamarca, fue aún más dramático. En el 2011, un proyecto de 4,800 millones de dólares fue paralizado tras una intensa campaña social. Hubo marchas, muertos, estados de emergencia y renuncias ministeriales. A pesar de los intentos por mitigar el impacto hídrico con reservorios, el rechazo persistió, el Poder Judicial anuló el Estudio de Impacto Ambiental (EIA) y el proyecto quedó enterrado. Lo que quedó atrás no fue oro ni desarrollo, sino desconfianza: una región con altísima pobreza y uno de los proyectos mineros más grandes del continente detenido durante décadas.
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Hoy, el Perú se encuentra atrapado en un dilema estructural: necesita inversión, empleo y recursos fiscales, pero ha dinamitado la confianza. La minería legal, la que paga impuestos, genera empleo formal y cumple estándares ambientales, está cada vez más arrinconada, mientras la minería ilegal avanza, muchas veces con la tolerancia de las autoridades locales y de algunos sectores políticos.
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Basta mirar a Noruega para entender que el problema no es la minería ni los impuestos. Allí, las empresas invierten, porque hay instituciones sólidas, respeto a los contratos, predictibilidad legal y cero tolerancia a la informalidad. No existe el chantaje local ni el doble discurso estatal. Y por eso han podido convertir sus recursos naturales en el fondo soberano más grande del mundo: más de 1.8 billones de dólares que aseguran el bienestar de sus ciudadanos hoy y mañana.
En Perú, en cambio, se confunde la participación con el veto, la consulta con la parálisis, y la defensa ambiental con la tolerancia a la contaminación ilegal. Cada caso, como Tambogrande o Conga, manda una señal al mundo: aquí no hay garantías, ni siquiera si se cumple la ley.
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La minería no es el enemigo. El verdadero enemigo es la incertidumbre. Y mientras no resolvamos esa incertidumbre, esa falta de predictibilidad, esa seguridad, ese liderazgo a favor de la formalidad: “sin limón no hay ceviche”, sin confianza no hay La Granja, Galeno, Michiquillay, Conga, Cañariaco, La Arena, Magistral, Hilarion, Tía María, Zafranal, Los Chancas, Corani, San Gabriel… ni proyectos mineros, ni proyectos hídricos, ni proyectos de agroexportación, ni proyectos de infraestructura..
¡No habrá ceviche ni inversionistas que vengan a disfrutarlo!
