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Aunque han pasado los años, todavía me asombro de que un país como el Perú –que vive jactándose de las “viejas glorias”– no haya logrado llevar la tasa de empleo informal por debajo del 70% hasta ahora. Las razones son múltiples y bastante conocidas, pero el foco de este contenido no es escudriñar en ellas, sino más bien recordar como un contexto como este es más cruel con ciertos grupos de la población, como las mujeres.
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¡Frene su pensamiento justo ahí! Quizá esté por escuchar un eco en su mente: “Esto ya es conocido”. Pero, lo sepa o no, no debemos dejar de subrayarlo hasta que se encuentre una solución, no solo por parte del Estado, sino también de la misma sociedad. Es cierto que el reto empieza por reducir la informalidad en general, con medidas que abarquen a la población en todo nivel, pero también debe haber políticas con enfoque de género, porque los contextos, muchas veces, son distintos entre hombres y mujeres.
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En el 2024, el 70.9% de los trabajadores estaba en la informalidad, porcentaje que aumenta a 73.3% cuando hablamos de las mujeres y se reduce a 69.1% cuando tratamos de los hombres. En el área urbana, la situación no es muy diferente.
Estos números fríos no reflejan el verdadero impacto en la vida de mujeres peruanas. La informalidad significa ausencia de derechos laborales, falta de acceso a la seguridad social, menores ingresos y una mayor vulnerabilidad ante crisis económicas o de salud.
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Entidades, como el Banco Mundial, lo vienen alertando, no solo para Perú, sino para América Latina. En un documento del 2020, se explica que las mujeres también tienen muchas más probabilidades que los hombres de trabajar a tiempo parcial, a menudo debido a las responsabilidades domésticas y de cuidado.
El trabajo a tiempo parcial y el empleo en el sector informal ofrecen a las mujeres una flexibilidad adicional, “pero con frecuencia a costa de sus derechos laborales, pensiones y otras prestaciones”.
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Además, la carga del trabajo no remunerado recae en mayor medida sobre ellas. El INEI ha señalado que, en promedio, las mujeres dedican el doble de horas semanales al trabajo doméstico y de cuidado en comparación con los hombres. Esta doble carga limita sus posibilidades de buscar empleos más formales o mejor remunerados, pues muchas veces la “flexibilidad” que les ofrece la informalidad es la única opción compatible con sus responsabilidades en el hogar.
El problema no es solo económico, sino social. La informalidad perpetúa la brecha de género y genera un círculo vicioso difícil de romper. Sin estabilidad laboral, sin acceso a pensiones, sin redes de protección ante enfermedades o accidentes, la precariedad se vuelve una constante para miles de mujeres, muchas de las cuales son el sostén principal de sus familias.
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Editora de Economía y coordinadora de ESG del diario Gestión. Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Con casi 10 años de experiencia profesional en el rubro.
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