Escribe: José Ricardo Stok, profesor emérito del PAD
En casi todos los órdenes –o desórdenes– de la vida, esta se ve marcada por las modas: empiezan a ser “tendencia” una profesión u oficio, un trago, una comida… y este fenómeno llega también al vocabulario. En auge desde hace unos años, el término “resiliencia” hace referencia a una de las características que deben tener las personas y que puede verse en dos sentidos: la capacidad de adaptarse o afrontar situaciones diversas que plantean cambios y afectan marcadamente la conducta de las personas; por otro lado, y más importante, implica poder recuperarse con rapidez y agilidad luego de algo perturbador, no tanto para volver al estadio anterior, sino para comportarse como corresponda a su condición.
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Al hablar de la tristeza interior, de las decepciones y las impaciencias, el papa Francisco mencionó que Dios enseña a las personas la resiliencia, es decir, la capacidad de superar circunstancias traumáticas: “… la valentía de volver a comenzar siempre, todos los días. Después de las caídas, siempre volver a comenzar”.
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Por supuesto que, cuando hay tropiezos y dificultades, al comienzo nos debilitamos. Es natural que así sea. Son nuestros pensamientos y sentimientos encontrados los que disparan toda clase de emociones. Lo importante es que, pudiéndolas controlar, la persona termine fortaleciéndose.
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Luego de situaciones adversas, la habilidad de enfrentarlas, asimilarlas y reponerse, no surgen de manera espontánea. Se necesita una fortaleza de ánimo, una fuerza interior que nos impulse a continuar o a dar un paso al costado, renunciando a algo para abrir otro camino. Y renunciar no es un acto cobarde cuando conlleva la satisfacción de prescindir libremente de algo para darlo –también con plena libertad– a otro.
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Una muy buena amiga me comentaba que cuando escucha la palabra resiliencia siempre le viene a la mente Ana Frank. ¡Cuánta fortaleza humana en medio del horror! ¡Cuánta fe, cuánta esperanza y qué creatividad nacida de tan dolorosa adversidad!
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Podrán decirme que los directivos nada tienen que ver con Ana Frank. Sin embargo, sí pueden cultivar estas aptitudes cuando las circunstancias lo ameriten, porque no se trata de cualidades innatas, sino de frutos de la práctica y la experiencia: autoestima, flexibilidad para descubrir oportunidades, gratitud por todo aquello de lo que hemos podido aprender a lo largo de nuestra vida, en nuestra carrera, en el trabajo, en episodios de enfermedad o duelo y en el trato diario con los demás. De manera poética, lo dice Mario Benedetti: “No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo”.
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Hoy podríamos preguntarnos: llegado el momento, ¿Qué tan resiliente sería yo?
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