Líder de Competencia y Mercados de EY Law
El Perú no es ajeno al fenómeno fintech -servicios financieros basados en un componente tecnológico-, y eso es una buena noticia. Según datos del Centro de Emprendimiento e Innovación de la Universidad del Pacífico, a setiembre de 2021 existen 171 fintech en el país; habiendo el sector crecido a una tasa del 20% anual en los últimos 7 años.
Esto es una buena noticia, ya que estos nuevos actores pueden generar incentivos para una mayor innovación y variedad, mayor calidad y menores precios en la prestación de servicios financieros. Esto, a su vez, puede ser un empuje para una mayor bancarización e inclusión financiera, así como una mayor formalidad en nuestro país, tal como se destaca en la Guía de Negocios FinTech 2021/2022, de EY Law y el Ministerio de Relaciones Exteriores.
Pero el fenómeno fintech no es sólo económico y empresarial. El florecimiento de estos emprendimientos y su potencial disruptivo ha generado diversas propuestas de regulación ex ante, es decir, del establecimiento de reglas del tipo “ordena y fiscaliza” que los agentes económicos deben de seguir obligatoriamente en sus actividades comerciales (en contraposición a una intervención más “light”, como la de las políticas de libre competencia, que sólo aplicaría mandatos y sanciones si se comprueba un daño a la competencia). Bajo la premisa de que la competencia puede “fallar”, estas reglas ex ante podrían parecer necesarias para que los servicios fintech puedan ser viables o competir “con la cancha pareja”.
Sin embargo, desde nuestro punto de vista, debería contarse con evidencia sólida de que la competencia está fallando; ya que, de lo contrario, se puede proponer regulaciones que, antes que lograr el efecto deseado de generar más competencia, ocasionen más bien su ralentización en el mediano y largo plazo. Es conveniente analizar cada propuesta con cuidado, conocer la realidad del mercado, sopesar los distintos costos y beneficios y tener cuidado con impactos no deseados.
Es posible por un lado que sea necesario implementar regulaciones “habilitantes”; es decir, que simplemente permitan la actividad y le brinden reconocimiento legal, considerando que el mercado financiero es ya un mercado regulado. Por otro lado, hay que analizar qué regulaciones prudenciales o de prevención de lavado de activos también son aplicables a estos nuevos agentes económicos, cuidando que la cancha regulatoria esté en efecto pareja y no se generen distorsiones a la competencia ni barreras a la entrada.
Esto no quiere decir, sin embargo, que debamos importar regulaciones que se están discutiendo o incluso implementando en otras jurisdicciones, como el open banking o la interoperabilidad entre aplicaciones y plataformas. Si bien se ha observado en otras jurisdicciones algunas “barreras estratégicas”, la forma de combatirlas es precisamente la política de libre competencia. Allí donde sea el caso, se deberá sancionar los abusos de posición de dominio o boycotts contra los nuevos entrantes.
No estamos negando, cabe precisar, que la interoperabilidad (es decir, permitir que dos empresas, sistemas o aplicaciones puedan interactuar entre ellas) o que el compartir información o infraestructura genere eficiencias. Por supuesto que las genera, en la medida que permiten la reducción de costos en la prestación del servicio.
No obstante; debe tomarse en cuenta que, aunque el mercado de servicios financieros puede presentar “fallas de mercado” y riesgos sistémicos; es una industria razonablemente competitiva (pensemos en la intensa competencia en términos de tasas para comprar deudas en tarjetas de crédito; o en los préstamos corporativos que deben competir con la banca internacional y con el mercado de valores). En consecuencia, es prudente dejar que esas eficiencias se produzcan en virtud de acuerdos entre las partes (acuerdos que, de hecho, ya se están dando entre varios actores). No debería ser rol de la regulación, ni de la política de libre competencia, forzar eficiencias; sino eliminar las barreras para que éstas se produzcan.
El establecer (ya sea vía la política de Libre Competencia o vía regulación ex ante) normas que obligan a ciertos actores a compartir su infraestructura o la información que han podido recolectar y procesar en la interacción con sus clientes puede atentar contra los incentivos para invertir en dichos recursos; y en el largo plazo, atentar contra la calidad o el alcance de los servicios prestados a los consumidores.
¿Hasta qué punto resulta eficiente, por ejemplo, invertir en extender una red de cajeros automáticos si el Estado va a establecer luego que es obligatorio dar acceso a terceros para que los clientes de este último también puedan efectuar operaciones? ¿Resultaría eficiente mantener adecuadamente los cajeros ya existentes? ¿Resulta razonable y proporcional dicha medida para lograr la inclusión financiera y bancarización?
¿Qué impacto tendría ello sobre los consumidores? Para algunos, más opciones de retiro; para otros quizás menor calidad de los terminales o colas para poder usarlos. La banca tradicional también cuenta con grandes cantidades de datos sobre las transacciones que los clientes han realizado con ellos. Alguna de esa información puede considerarse que pertenece a los clientes, y parece razonable que otros competidores quieran acceder a ella. Pero también existe información que constituye un legítimo ‘goodwill’ de las instituciones financieras, y es eficiente (y justo) que puedan rentabilizarla.
Al analizar la competencia en un mercado es importante tener una visión dinámica, considerando no sólo el número de actores (no siempre más es mejor) sino también los incentivos y sus efectos de largo plazo. Hay que ver la película y no sólo la foto.