
Escribe: Claudia Consiglieri Fuentes, directora de la Maestría en Gestión de las Ciudades de la U. de Lima
En un contexto de crecimiento urbano acelerado y demandas sociales urgentes, la gestión de las ciudades se ha convertido en uno de los mayores desafíos contemporáneos. Administrar profesionalmente una ciudad no implica solo buscar eficiencia, sino garantizar equidad, generar oportunidades, reducir desigualdades y mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Las ciudades, que concentran cerca del 80% de la población del país, son el principal escenario de desarrollo humano y económico. Sin embargo, este dinamismo enfrenta limitaciones que deben abordarse mediante planes técnicos de desarrollo urbano, que contemplen la gestión eficiente del suelo, el transporte y la seguridad. Solo así podremos lograr un crecimiento armónico, inclusivo y sostenible.
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Reflexionar sobre la gestión urbana en el Perú es hoy una urgencia. Las ciudades que anhelamos solo serán posibles si se administran con ética, liderazgo y planificación. Así, la falta de estos principios deriva, en el transporte público, en congestión vehicular, prolongados tiempos de traslado e informalidad, que incrementan la inseguridad ciudadana y la contaminación ambiental. Además, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística e Informática, en el 2022, aproximadamente el 34% de los hogares urbanos carecía de acceso continuo y seguro al agua potable; y, según el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento, en el 2023, alrededor del 37% habitaba viviendas informales o precarias sin servicios básicos adecuados. Estas cifras revelan brechas que impactan en el bienestar de los ciudadanos.

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Enfrentar estos retos requiere una gestión urbana integral que incluya tanto la infraestructura física -transporte, agua, vivienda- como la dimensión más profunda del habitar -la construcción de identidad, sentido y pertenencia-. Habitar es la esencia ontológica de la ciudad: no basta con ordenar el territorio o proveer servicios, es necesario crear condiciones para que las personas se desarrollen plenamente en su entorno. De hecho, a través del acto de habitar, el ser humano construye la imagen de sí mismo, establece relaciones significativas y da sentido a su existencia.
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En ese contexto, los gestores urbanos deben preguntarse: ¿para quién planificamos? A menudo, las políticas priorizan indicadores económicos y relegan a las personas que, con su diversidad y necesidades, conforman la ciudad viva. Esta desconexión genera urbes fragmentadas, donde la informalidad, la expansión descontrolada y la insuficiente inversión en servicios públicos reducen la calidad de vida y aumentan la vulnerabilidad ante el cambio climático y otros riesgos sociales. Por ello, invertir en sectores como transporte o vivienda, además de una obligación moral, es una estrategia para la cohesión social y la sostenibilidad. Solo cuando los administradores públicos entiendan el alcance ético, cultural y humano de su labor -más allá de la gestión técnica de recursos- podrán ejercer un liderazgo comprometido con visión holística, donde el habitar sea el eje que articule todos los esfuerzos.
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Las necesidades ciudadanas son multidimensionales y no se limitan a los servicios básicos. Por ello, los gobernantes deben trascender las demandas evidentes para comprender las necesidades profundas del habitante urbano. Cuando estas no se atienden, la ciudad pasa de ser un lugar de oportunidades a un espacio hostil. Mientras no se cambie el rumbo, persistirán la informalidad en la construcción, la expansión urbana desordenada y la falta de inversión en infraestructura, lo que genera tráfico caótico, contaminación, déficit de áreas verdes y vulnerabilidad ante desastres. Estos problemas no solo afectan la cotidianeidad: también desincentivan la inversión privada y frenan la productividad.
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Las ciudades del futuro se construyen hoy y su valor se medirá por cómo respondan a las necesidades humanas fundamentales. Los gobernantes que lo entiendan dejarán de ser simples administradores para convertirse en “arquitectos de comunidad”. El gran desafío es transformar nuestras ciudades en lugares con significado, memoria y comunidad real. La ciudad que soñamos no se mide por su altura, sino por la calidad humana de sus habitantes. Para ello, se requieren gobernantes comprometidos para gestionar ciudades que permitan vivir con dignidad. Gestionemos con visión y responsabilidad. Es momento de asumir estos retos con profesionalismo y enfocados en el ciudadano.







