Escribe: Mercedes Araoz, profesora e investigadora de la Universidad del Pacífico.
Por mucho tiempo se ha estigmatizado la interacción de los empresarios con la política o con el poder político de turno. Desde esta mirada maniquea, se considera que los empresarios solo se relacionan con el Estado con fines meramente lucrativos, con un comportamiento egoísta y codicioso. Sin que tenga nada de malo que una empresa genere ganancias –al contrario, estas son las que permiten el crecimiento económico– los empresarios son, ante todo, ciudadanos como cualquier otro, que pueden tener sueños y propósitos diversos, muchos de ellos solidarios y altruistas. El buen empresario está comprometido con la sociedad, trabajando para que esta sea sostenible en el tiempo, y lo hace invirtiendo para producir bienes o servicios. Este desarrollo empresarial da trabajo, paga impuestos y es responsable con su entorno. Según el último dato del INEI, el número de empresas activas en el Perú es de 3 millones 375 mil 115, de todos los tamaños, sobre todo pymes.
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Pero, también es cierto que conocemos varios casos, de lo que llamaría “empresaurios”, con comportamientos mercantilistas y hasta corruptos. Es decir, con deseos de acumulación de riqueza sin importar qué hace para lograrlo. Son individuos sin valores, ni ética y que no dan buen nombre a la clase empresarial; sin embargo, desde mi experiencia, no son la mayoría en nuestro país. Además, vetarlos de la participación política, directa o indirecta, sería segregar a más de tres millones de peruanos. Una evidente discriminación, una negación de las buenas prácticas democráticas, que fascina a los extremistas y a los populistas.
Los empresarios, como ciudadanos, tienen derechos y obligaciones ante nuestra sociedad, entre ellas, la de exigir buenas políticas públicas que lleven a un desarrollo sostenible y a contribuir en el diseño de estas. La participación de las mujeres y hombres de empresa, en el proceso de formulación e implementación de las políticas públicas, requiere encontrar un balance muy delicado entre los intereses privados y el interés público. Adicionalmente, limitar la opacidad en la relación público - privada, con buenas y efectivas reglas de interacción. Para ello, en democracia, se requiere de una institucionalidad sólida, con reglas claras, transparencia y rendición de cuentas ante la ciudadanía. Estas relaciones tienen horizontes de largo plazo, implica la construcción de confianza, la que se sostiene en los actos de las partes. Por un lado, las compañías requieren de un entorno económico estable y predecible provisto por el Estado y; por su parte, el sector público necesita de empresas que apuesten por el Perú, no para hacer ganancias de corto plazo, sino que se proyecten a contribuir al desarrollo del país permanentemente. Adicionalmente, deben existir instituciones creíbles que aseguren el cumplimiento de las políticas, tal como un sistema de administración de justicia independiente y no politizado; un servicio civil profesional y fuerte –que guarde la memoria de los acuerdos y compromisos logrados y que gestione técnicamente las políticas, incluso proponiendo mejoras para adaptarse a las nuevas realidades–, y una Contraloría que no intimide o paralice al funcionario público honesto.
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¿Cómo puede participar el empresario en el quehacer público? Puede ser directamente, a través de los partidos políticos. En la avalancha de partidos inscritos (alrededor de 40), al cierre de la inscripción de sus militantes vemos a varios empresarios que apuestan por participar en las lides electorales, algunos con pretensiones de llegar a la presidencia de la República. Ojalá veamos la capacidad de desprendimiento de algunos de ellos para facilitar alianzas de los partidos en contienda. Desde mi perspectiva, el mercado político peruano aun no es de libre competencia, como sugiere Carlos Meléndez en un interesante artículo de opinión, porque justamente no existen las condiciones en el marco institucional para que sea completamente competitivo. Solo la asimetría de información que hay, hace difícil al elector comparar adecuadamente.
La mujer o el hombre de empresa, también puede participar en política activa desde una función designada, contribuyendo con sus conocimientos técnicos y de gestión. Pero, atraerlos al servicio público tiene como escollo un inadecuado diseño normativo reciente de idoneidad en los cargos públicos, que pretendía regular las puertas giratorias, pero hace difícil captar a funcionarios de calidad, dadas las absurdas exigencias y restricciones que le ponen al ejercicio del cargo público. Algo similar ha ocurrido con los consejos consultivos en los organismos estatales, su insensata regulación aleja a los mejores cuadros.
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La participación empresarial indirecta en políticas públicas, más adecuada, es a través de los gremios y asociaciones –que buscan canalizar y darles voz, de manera abierta, formal y organizada, a intereses agrupados– con su acción colectiva puede incidir positivamente en el interés público. Puede ser legítima la defensa de intereses individuales, pero debe hacerse usando canales formales, regulados y transparentes (por ejemplo, mejorar la regulación del lobby, la gestión de intereses o el cabildeo). El financiamiento empresarial a las campañas electorales debe permitirse y normarse adecuadamente, la prohibición da opacidad y promueve el financiamiento de fuentes ilegales. Otra forma de incidir en la política pública es a través del apoyo a centros de pensamiento (think tanks) y la academia. Invertir en investigación, incidencia y formación de cuadros en temas como economía, política e integridad, ciudadanía y democracia, son cruciales para el desarrollo empresarial que necesita de la prosperidad de la sociedad en su conjunto.
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