
Escribe: Alberto Haito, director en Arellano
Si se trata de productos o servicios la evidencia demuestra que más importante es ser el primero que ser el mejor. Y esto ocurre porque es más fácil fijar un posicionamiento en la mente del consumidor cuando se llega primero que convencerlo de sus bondades cuando se llega después, aun cuando tenga atributos notoriamente diferenciales tales como una calidad claramente superior o un precio considerablemente más bajo. Por ejemplo, si nos referimos al mercado de Estados Unidos, 20 de las 25 principales marcas, son las que llegaron primero. Ejemplos de lo dicho sobran: Coca Cola, Gillette, Post-it y varias otras más.
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¿Quiere decir que los que llegan después del primero no tienen oportunidades? De ninguna manera, pero el camino para luchar contra el primero es largo, costoso y, por lo general, infructuoso. Sin embargo, suelen ocurrir casos y estos se dan, básicamente, porque el primero se “durmió en sus laureles”. Ejemplos de esto último son Kodak, Sears, Blockbuster y algunos otros más. La constante en estas empresas fue el no estar atentas a los cambios en el mercado y el no invertir suficiente en innovación.
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Lo mencionado nos lleva a afirmar que si en una categoría hay un líder sólido que, seguramente, fue el primero en llegar, es preferible dedicar los recursos a crear una categoría propia donde se pueda ser primero que enfrascarse en una desgastadora lucha con el mencionado líder. Ejemplos de lo dicho son empresas que crearon su propio mercado como, por ejemplo, Red Bull, Apple, Amazon y algunas otras.
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Siendo así, ¿por qué las empresas se empecinan en luchas costosas e interminables contra el líder en vez de tratar de ser primeros creando su propio mercado?. Las razones son varias, siendo una primera que los mercados nuevos al inicio suelen ser nichos y, aun cuando pueden ser más rentables, no se tiene la certeza de que crecerán en forma importante en el futuro. Una segunda es que no son fáciles de encontrar ya que requieren un gran esfuerzo de innovación, lo cual no suele estar en el ADN de la mayoría de empresas dada su baja tolerancia al fracaso y por considerar a la innovación más como un gasto que como una inversión.