La reelección del Presidente Emmanuel Macron, tan prevista por las encuestadoras, es más significativa por el contexto europeo en que se produce que por el quiebre de tendencias electorales en Francia.
En efecto, los medios destacan que el Presidente francés es el primer Jefe de Estado que es reelecto desde que ocurrió con Jacques Chirac en 1986. Y también el primero que, en ese proceso, cuenta con una mayoría parlamentaria (asunto a revisarse en las elecciones congresales de junio próximo).
Quizás ello cuente menos por la ruptura estadística que por la opción de continuidad política francesa en momento de gran división y polarización interna y porque ocurre en circunstancias de extraordinaria cohesión europea y transatlántica inducida por la agresión rusa a Ucrania.
Frente al fuerte repunte de la candidata populista de extrema derecha Marine Le Pen, quien ha incrementado su votación (42.6%) respecto del 2017 (33.9%), el triunfo de Macron (57.4% vs 66.1% en 2017) ha devuelto tranquilidad y proyección de futuro a buena parte de franceses y europeos.
Sin embargo, la disminución de la cohesión interna francesa está en progreso y la problemática social (que en 2018 se expresó violentamente en las calles) están lejos de solucionarse. Es más, el activismo democrático de esa ciudanía parece haber también disminuido (28.8% de abstención puede parecer bajo frente a, digamos Estado Unidos, pero es alto en relación a medio siglo de fuerte participación electoral ciudadana en Francia).
El impacto de la pandemia, de la inflación, de la desaceleración del crecimiento y de la transición tecnológica hoy son más intensos que cuando los “chaquetas amarillas” subvirtieron el orden hace cuatro años respondiendo al incremento del impuesto a los combustibles. Y los problemas de integración social (la migración, la desigualdad, la divergencia religiosa en un país católico) persisten.
La apelación a denominar esa problemática como una “sociedad fracturada” está bastante extendido entre quienes siguen de cerca la realidad francesa. Es más, su resumen económico (la “disminución del poder adquisitivo”) ha marcado la prioridad en la agenda de Le Pen. Como quiera que desee denominarse a esos problemas de descohesión interna el hecho es que éstos ya han producido cambios institucionales en otros países europeos (Hungría, Eslovenia aunque con fuerte carga de identidad nacional) y se manifiestan con intensidad en el resto de Europa.
Al tanto de esta situación el Presidente Macron, que en no poca medida deberá retribuir el apoyo brindado por socialistas, “centristas de derecha” y verdes, ha prometido una “nueva era” en Francia en la que “nadie se quedará en el camino” (EE). Si esa predisposición fuera sólida, quizás el Presidente reelecto revisará iniciativas como la de elevar la edad de acceso a la jubilación de 62 a 65 años (una propuesta central de su gobierno).
En esta materia, Macron ofrece la garantía de su capacidad de liderazgo, de la eficacia de su gobierno en épocas de crisis y sus propias capacidades forjadas en las normas de la buena gestión pública y en la sensatez liberal adversa al populismo que crece en las sociedades democráticas.
De otro lado, la vocación europeista del reelecto presidente francés le asegura legitimidad de liderazgo (junto con Alemania) en una Unión Europea a la que ha propuesto mayor profundidad de integración (en mercado como el digital y el del carbono, p.e.) y mejor institucionalidad (fortalecimiento de la autoridad fiscal) (TE) en un nuevo marco estratégico.
Al respecto, Macron había planteado el concepto de “autonomía estratégica” antes de la guerra desatada por Rusia. El propósito era fortalecer una mayor independencia y fortaleza de las capacidades decisorias y militares de la Unión Europea. En el marco de la guerra se ha popuesto, más bien, el fortalecimiento de la “soberanía” europea.
Estos conceptos deben aún desarrollarse para evitar que, de un lado, ciertos países como los de Europa del Este no los perciban como un alejamiento de la OTAN (y, por tanto de los Estados Unidos) y, del otro, aclarar que la “soberanía” (que es una característica de los Estados y no de las organizaciones internacionales o de integración) se refiere a capacidades regulatorias de la Unión antes que a una propuesta de un Estado europeo.
En esta materia, el liderazgo de Macron probablemente sea más influyente que el del Canciller Scholz de Alemania. Éste, a pesar de haber revolucionado su política de defensa incrementando la propuesta de gasto en el sector en 100 mil millones de euros (llegando al 2% del PBI), es más renuente en la adopción de medidas coercitivas contra Rusia (p.e. un corte sustancial y rápido del suministro de hidrocarburos rusos) o de aprovisionamiento bélico.
Macron, en cambio ha hecho coincidir su propuesta de fortalecimiento continental con la decisión de la UE de desarrollar la “dimensión geopolítica” europea (que el Comisario de Política Exterior y Defensa Borrell define gruesamente como la necesidad de “hablar el lenguaje del poder”) (EC).
En efecto, corresponderá al liderazgo del reelecto Presidente Macron (quien a pesar de su decidido apoyo a Ucrania quizás no haya perdido la capacidad de interlocución con Rusia desarrollada en conversaciones prebélicas) liderar ese gran cambio estratégico europeo.
Ello no obstante, en América Latina seguimos a la espera de alguna iniciativa sustancial de esa gran potencia de Occidente.