
Escribe: Omar Mariluz Laguna, director periodístico
Imagínese esto: un turista extranjero llega a Cusco, se levanta a las tres de la mañana, hace una cola para recibir un “pre ticket” y luego otra cola –sí, otra– para intentar, con suerte, comprar una entrada para Machu Picchu. Todo esto en pleno 2025, cuando uno puede reservar boletos para ver la Mona Lisa desde un celular. Pero en Perú, el “tesoro inca” funciona con sistema de fichas y madrugones. Porque así lo mandan las mafias.
Y no es exageración. La venta presencial de 1,000 entradas diarias –el 25% del aforo del santuario– es el último bastión de grupos enquistados en Machu Picchu Pueblo que convirtieron la taquilla en botín político y económico. Esta cuota física fue instaurada en el 2022 tras violentas protestas locales, y formalizada mediante un acuerdo que hoy sirve más a los revendedores que a los turistas. ¿El Estado? Firmó, miró a otro lado y siguió su camino.
¿Qué implica este sistema? Colas interminables, aglomeraciones, pérdida de tiempo, frustración, y una experiencia turística tan precaria como tercermundista. Pero lo más grave es que ha facilitado la proliferación de mafias que lucran con entradas falsas o con el simple cobro por hacer la cola. Literalmente, pagar para que alguien madrugue por ti. El turismo vivencial, versión distorsionada.
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Y ahora, el Ministerio de Cultura dice haber solucionado el problema eliminando el “pre ticket”. Es decir, ya no habrá dos colas… solo una. El triunfo de la eficiencia, versión Cusco. Porque claro, el verdadero problema no era la corrupción, la falta de digitalización, la ausencia de fiscalización ni la captura institucional del sistema de boletaje, sino que la cola estaba mal diseñada.
No es casual que Machu Picchu haya ingresado a la lista negra del turismo internacional. La publicación Travel and Tour World ya lo incluyó entre los destinos “que ya no valen la pena visitar”. Las razones: saturación, altos costos, colas infernales y pérdida de autenticidad. Y si a eso sumamos el deterioro de los caminos por exceso de visitantes y la incapacidad del Estado de frenar el desorden, la sentencia parece justa.
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Y aquí es donde la presidenta Boluarte decide hablar de la nueva ley de turismo. Con bombo y platillo, como si con tinta legislativa se resolviera una crisis que lleva años gestándose. Porque mientras se presentan leyes, se cambian ministros y se celebran ferias internacionales, Machu Picchu –el activo más potente del turismo peruano– se sigue gestionando como un mercado de barrio.
¿Dónde está PromPerú? ¿Dónde están Mincetur y Cultura? ¿Dónde están los que se llenan la boca hablando de reactivación y marca país? Están, al parecer, redactando discursos y diseñando protocolos. Pero no están donde importa: poniendo orden, digitalizando procesos, combatiendo mafias y blindando nuestra mayor fuente de divisas turística.
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Machu Picchu está secuestrado. Y no por fuerzas extranjeras, sino por la combinación perfecta de intereses locales, informalidad consentida y un Estado débil que cede ante el chantaje. Ya no es una exageración decir que esto debería ser declarado en emergencia: es una necesidad. Si no por los turistas, al menos por dignidad institucional.
Y no es Machu Picchu el que está en emergencia. Somos nosotros, que ya normalizamos la mediocridad.

Magíster en Economía, diplomado internacional en Comunicación, Periodismo y Sociedad, estudios en Gestión Empresarial e Innovación, y Gestión para la transformación. Cuento con más de 15 años de experiencia en el ejercicio del periodismo en medios tradicionales y digitales.