Si tuviéramos que mencionar un solo indicador de la fortaleza fiscal del Perú ese es el déficit fiscal, del cual se pueden escribir dos historias notoriamente diferentes en los últimos cincuenta años, una de fracaso y otra de éxito.
La primera historia, la de fracaso, es la que va desde 1970 y termina en 1990, en la cual el déficit fiscal fue en promedio equivalente a 7.1% del PBI. El capítulo final de dicha historia fue la hiperinflación de fines de los años 80, debido principalmente al financiamiento mediante emisión de dinero de dicho déficit. Su epílogo, el inevitable shock para cerrar el déficit fiscal y acabar con la hiperinflación.
La segunda historia, la de éxito, es la que empieza en 1991 y dura hasta el presente; en ese periodo el déficit fiscal fue, en promedio, equivalente a 1.4% (1). En este segundo relato, a partir del año 2003, coincidiendo con el inicio de los buenos precios de los minerales, el déficit fiscal se ha mantenido por debajo de 2% del PBI (la regla fiscal en los hechos) en quince de los diecinueve años. Si bien, durante la pandemia el déficit creció a 8.9% del PBI en el año 2020, se redujo rápidamente en el 2021.
Ahora bien, esta fortaleza fiscal es solo financiera, dado que junto a la misma tenemos un gasto en infraestructura y un gasto social insuficientes. Veamos:
Respecto al gasto en infraestructura, luego que en el periodo 2009-2014 mostró una recuperación llegando a ser equivalente a 5.2% del PBI, en el periodo 2015-2021 fue apenas 4.1% del PBI, un monto insuficiente si se tiene en cuenta el déficit de infraestructura de nuestro país (2).
Respecto al gasto social, pese a su crecimiento, que se dio en gran medida en el periodo 2011-2014, solo alcanza las tres cuartas partes del gasto promedio en América Latina, según cifras de la Cepal. Por ejemplo, en el caso de educación es equivalente al 78% del promedio de América Latina, y en salud y protección social es equivalente al 68% y 54%, respectivamente. Estos indicadores, muy probablemente, expliquen por qué nos fue tan mal en la pandemia.
Para romper el dilema entre la fortaleza fiscal financiera y las debilidades en el gasto en infraestructura y gasto social se requieren dos cosas: aumentar los ingresos fiscales y reducir gastos improductivos. Respecto a los primeros, la presión tributaria de Perú ha estado por debajo del promedio de América Latina, y la tendencia se fue agravando a partir del año 2015.
Una reforma tributaria integral que complemente la realizada en el año 1991 y que permitió que el déficit fiscal cambiara de una historia de fracaso a una historia de éxito se ha venido postergando sucesivamente por varios años debido a una suerte de “pereza fiscal”. Este concepto ha sido más utilizado a nivel local y se refiere a la ausencia de esfuerzos para aumentar la recaudación debido a la ausencia de incentivos adecuados, en este caso debido a las transferencias que se reciben del Gobierno nacional. La “pereza fiscal” nacional ocurre porque tenemos resuelto el problema financiero y no hay incentivos para las elites políticas y empresariales de realizar reformas.
Esta pereza se refuerza porque cada vez que el “cinturón empieza a apretar” somos un país afortunado y el precio de los minerales, y en particular el precio del cobre, aumenta. En la historia reciente los precios aumentaron a partir del 2003, cuando la deuda pública rozaba el 50% del PBI, cayeron en el 2009 con la crisis financiera global, pero se recuperaron inmediatamente a partir del 2010, iniciaron un ciclo a la baja en el 2011 hasta el 2014, pero insinuaron una recuperación a partir del 2017 y consolidaron su aumento a partir del año 2021.
El aumento del precio de los minerales, junto a otros eventos también temporales, provocó que luego de la caída de los ingresos tributarios como consecuencia de la pandemia la recuperación haya sido muy rápida. Si comparamos lo que ocurrió en la crisis financiera global, los ingresos cayeron en el 2009 y no se recuperaron sino hasta el 2012. En cambio, en la crisis reciente, los ingresos cayeron en el 2020 y ya en el 2021 no solo se habían recuperado, sino que han superado los niveles prepandemia. En el 2022 el crecimiento de los ingresos ha continuado.
La buena noticia es que un estudio de S&P alerta que la demanda de cobre prácticamente se duplicará entre el 2021 y el 2035, pasando de 25 a 49 millones de TM, “en gran medida como consecuencia de la transición energética”. Esto augura muy buenos precios para el cobre al menos en la próxima década, dado que las inversiones para ampliar la oferta en minería toman varios años.
Este nuevo escenario implica que tenemos el espacio y el tiempo necesario para realizar las reformas que aumenten los ingresos permanentes cuando se hayan acabado los años de “vacas gordas”. Ahora bien, las reformas de ingresos para que sean viables deben estar asociadas a mejoras explícitas en el gasto en infraestructura y en el gasto social, de lo contrario no serán viables técnica ni políticamente. Un par de ejemplos de estas reformas podrían ser: a) la racionalización de las exoneraciones tributarias, que en buena parte son poco transparentes y regresivas, destinadas a financiar el pilar social del sistema de pensiones; y b) el fortalecimiento del impuesto a la renta personal, mediante la eliminación de deducciones generosas, destinadas a financiar las reformas y mayores gastos que requiere el sector salud.
Si queremos que la fortaleza fiscal de la economía peruana se traslade a beneficios concretos para los ciudadanos, en especial para los más pobres, necesitamos iniciar cuanto antes estas y otras reformas.
- ( 1 ) Incluyendo superávits en los periodos 2006-2008 y 2011-2013.
- ( 2 ) Incluso en el año 2020 en el que hubo una recuperación de la inversión pública, la formación bruta de capital del gobierno general fue solo de 4.2% del PBI.