Escribe: Mercedes Araoz, profesora e investigadora de la Universidad del Pacífico.
Leemos con estupor, en la encuesta Endes 2023, que la anemia infantil aumentó en 20 de las 25 regiones del país, y que afecta al 43.1% de los niños menores de tres años. Esto significa una condena a la pobreza para estos niños, pues sus capacidades cognitivas serán muy limitadas para un desarrollo pleno en su vida adulta, a mediados del siglo XXI.
La lucha contra la anemia en los primeros 1,000 días del infante es un mandato para el Estado. Difícilmente podría ser atendida por el sector privado –aunque pueda contribuir–, ya que los beneficios sociales son mucho mayores que los beneficios privados y los costos sociales de mantener este ritmo de decadencia son inmensos. Además, es función del Estado hacer la lucha contra la anemia lo más inclusiva posible –lo ideal, a toda la población afectada– para asegurar un futuro mejor para el país.
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Este evidente retroceso es el resultado de la incomprensión de que debemos tener políticas y gestión públicas de calidad, duraderas en el tiempo. Además, la expulsión del servicio civil, en los últimos años, de los profesionales que ya conocían las mejores acciones al respecto (y las peores también) hace que se tomen decisiones erradas y veamos este retroceso. Ya no se ve la coordinación intersectorial e intergubernamental para lograr bajar este flagelo, que demanda de una atención a las familias muy compleja, de múltiples acciones y servicios, y no solo suplementos alimentarios. Por otro lado, se ha recortado los presupuestos para atender el problema y se está volviendo a pensar que hay que atender a los niños con alimentos reforzados en hierro en la escuela, cuando el problema está en la etapa previa a la escolaridad, inclusive en la etapa prenatal.
Este caso es un buen ejemplo de porqué se requiere de un cuerpo técnico de profesionales en el Estado, que tengan perspectiva de largo plazo, para servir al país de manera eficiente y eficaz. Es un imperativo tener una carrera pública profesional, meritocrática, bien remunerada y que potencie la vocación de servicio público que tienen muchos jóvenes que salen de nuestra educación superior. Hoy los jóvenes están desmotivados para entrar al servicio público debido al descrédito del mismo, los escándalos de corrupción, las normas limitantes, como una ley de idoneidad aprobada por este Congreso, que establece criterios que restringen la meritocracia y, finalmente los riesgos que acarrea cumplir esa función, pues cualquier decisión de política o de gestión puede ser vista por la Contraloría o la Fiscalía como delito.
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Ad portas de celebrar el día del servidor público este 29 de mayo, más allá de los homenajes y ceremonias, debemos incidir en que una burocracia profesional puede realmente contribuir a nuestro desarrollo. Hay múltiple evidencia científica que muestra que los países con una administración pública más eficiente y profesional tienen mejores resultados económicos y sociales, sostenibles, con mejor provisión de bienes y servicios públicos, pueden reducir el nepotismo y la corrupción, aumentando la transparencia y generando más confianza en la ciudadanía.
Justamente, con ese fin, en 1950 se estableció en el Perú, por primera vez, mediante el DL N° 11377, un estatuto y escalafón del servicio civil, buscando ordenar la carrera pública y darle perspectiva de desarrollo a los funcionarios de nuestro país y desde allí proveer de servicios y bienes públicos de calidad y con eficiencia. Mucha agua ha corrido bajo el puente, se han dado varias leyes, reglamentos y regímenes laborales, que han creado una maraña muy complicada de comprender en el sistema de contratación pública y en los regímenes de protección social de estos trabajadores.
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La Ley Servir (Ley 30057) buscaba, a través de un régimen único, ordenar este caos en el manejo de los recursos humanos dentro del Estado, estableciendo y racionalizando los requerimientos laborales dentro de cada entidad pública, para evitar duplicación de esfuerzos, darle los incentivos (pecuniarios y no pecuniarios) a los trabajadores públicos, alentándolos a capacitarse para mejorar su rendimiento en sus labores y con ello mejores resultados para la nación. Podemos ser críticos de sus resultados a 10 años de su promulgación, por su bajo nivel de implementación y por su excesiva inflexibilidad que no se adapta a la realidad de los diferentes organismos del Estado y su especialización. Sin embargo, sería nefasto que el reciente dictamen de la Comisión de Trabajo del Congreso que deroga la Ley Servir, en vez de reformarlo sea aprobado por el Pleno.
Esta no es una ley laboral cualquiera, es una norma que ordena los recursos humanos en el Estado para atender las necesidades ciudadanas. Por supuesto que hay que respetar los derechos laborales de los trabajadores públicos, pero justamente estos mejorarán si realmente nos enfocamos en una reforma que tenga claro que el mérito, resultante del buen servicio público, se premia y que el foco de la política pública es el ciudadano –como es el caso de los niños con anemia– siempre.
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