
Escribe: Joswilb Vega, Chief Investment Officer de Profuturo AFP
La mañana del viernes 10 de octubre recibí numerosos correos y mensajes preguntándome cómo creía que reaccionaría el mercado ante la decisión del Congreso de vacar a Dina Boluarte. De manera casi instintiva, respondí que el impacto sería marginal: algo podría reflejarse en el tipo de cambio y, quizás, en los bonos soberanos, pero no mucho más. Minutos después de enviar esas respuestas, Trump publicó en X, amenazando a China con nuevos aranceles debido a su postura frente a las exportaciones de tierras raras. En ese momento, cualquier efecto de haber tenido siete presidentes en menos de diez años se desvaneció por completo. Ni siquiera el cambio de presidenta, ocurrido en cuestión de horas, tuvo algún impacto: el país siguió funcionando como si nada hubiese pasado.

Pero, ¿en verdad no ha pasado nada? ¿Podemos afirmar con tanta seguridad que la economía peruana es tan sólida que permanece inmune a cualquier turbulencia política? ¿Qué los escándalos, las crisis institucionales o los vaivenes del poder no logran alterar su rumbo ni minar la confianza de los inversionistas? En otras palabras, ¿hemos llegado realmente a un punto en que la economía y la política fluyen por cuerdas totalmente separadas, cada una con su propia lógica, su propio pulso y su propio destino?
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Los golpes que ha recibido la política –como la no reelección de congresistas, la inestabilidad de los grupos parlamentarios, la facilidad para vacar presidentes, la escasa reflexión al aprobar leyes y, sobre todo, la inexistencia de accountability sobre sus decisiones– vienen causando daños irreparables al país. Alexandre Dumas decía que las heridas mortales no son visibles externamente hasta que ya es tarde.
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Estos golpes generan una profunda inestabilidad en las instituciones del Estado. Al principio no parecen tener repercusiones, porque hay personas y procesos que hacen que todo funcione. Pero, poco a poco, todo se va erosionando: se dejan de tomar decisiones vitales para el país, los trámites se demoran, los profesionales correctos se cansan y se van. En este contexto, no se sabe en manos de quién terminará la operación del Trasvase de Olmos. Hace unos meses, algunas minas estuvieron a punto de paralizar operaciones porque no recibían la renovación de los permisos para el uso de explosivos. Y así, hay varias concesiones de infraestructura vitales para el país que necesitan ser renovadas. Ni qué decir de aquellos proyectos que siguen durmiendo en los escritorios. Con tanta incertidumbre, ¿quién se atrevería a tomar decisiones de este tipo?
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“El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa en los acontecimientos políticos.
El analfabeto político no comprende el impacto de la política en su vida.
No se da cuenta de que, por su falta de participación, pueden surgir problemas sociales y líderes corruptos al servicio de intereses particulares”.
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Este extracto de un poema de Bertolt Brecht es hoy, más que nunca, actual y totalmente aplicable a nuestro país.
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En este contexto, las elecciones del 2026 serán nuestro último punto de no retorno. Después de eso, ya no quedará espacio para implementar reformas ni para tomar las decisiones correctas. Todo el daño infligido a la economía y a las instituciones del Estado comenzará a hacerse visible en los próximos cinco años. Y dependerá de quién sea el presidente –y de cómo se configure la dinámica del Parlamento– determinar si ese daño se manifestará con rapidez e intensidad o si, por el contrario, podrá ser contenido. En estas elecciones presidenciales se pondrán en juego los próximos cincuenta años del país.