
Escribe: Omar Mariluz Laguna, director periodístico
El Perú es un país en el que puedes tener empleo formal, recibir utilidades, pagar tus deudas, salir a comer los fines de semana y aún así pensar que todo se va al diablo. Y no es una contradicción: es el retrato más honesto de nuestra economía y de nuestra política.
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Según la última encuesta de Ipsos para Apoyo Consultoría, la mayoría de peruanos ya no siente que está peor que el año pasado. Incluso, por primera vez desde la pandemia, hay más familias que dicen haber mejorado que las que reportan deterioro económico. La masa salarial ha crecido, la inflación está contenida, y hay más empleos en empresas grandes. La banca hasta se ha vuelto más flexible.
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Pero, en paralelo, el 59% de la población cree que el país está retrocediendo. Solo el 8% piensa que está progresando. ¿Cómo es posible que una economía que mejora, un empleo que crece y un ingreso que se recupera convivan con esa visión tan catastrófica del país?
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La respuesta no está en los números del MEF ni en las proyecciones del BCR –que, por cierto, acaba de recortar su estimado de crecimiento del PBI para este año de 3.2% a 3.1%–. Está en las calles, en los noticieros, en las redes sociales: la criminalidad es ya una plaga nacional, la corrupción una comedia sin final, y la política una mezcla entre tragicomedia y apocalipsis en cámara lenta.
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Y como si esto no fuera suficiente, la semana pasada hemos sido testigos del bochornoso manoseo del Ministerio Público, la entidad encargada –nada menos– que de perseguir la corrupción y el crimen. En lugar de reforzar su legitimidad, lo que hemos visto es un nuevo episodio de enfrentamiento institucional, donde la lucha contra la impunidad parece una excusa más para dirimir guerras de poder. Así, la justicia se convierte en otro campo minado que alimenta el desencanto ciudadano.
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En otras palabras, el peruano promedio se siente un poco mejor, pero vive en un país que parece empeorar a pesar de él. Es como si el país estuviera hecho pedazos, pero su pedacito –su familia– se mantuviera en pie. Y eso, lejos de tranquilizar, genera aún más angustia: ¿Cuánto durará esta burbuja personal antes de que el caos nacional la reviente?
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Esta disonancia se ha profundizado tanto que ya no hablamos solo de percepciones: hablamos de una fractura en la confianza colectiva. Las familias están mejor, pero no confían en que eso dure. ¿Y cómo podrían hacerlo si el Congreso promete duplicar transferencias sin criterio, la inseguridad ya afecta el consumo, y los alcaldes y gobernadores hacen cola en el MEF para pedir más plata sin mostrar capacidad de gasto?
Vivimos en un país donde los únicos proyectos que avanzan son los personales. El Estado, mientras tanto, parece un proyecto fallido. La gente compra, trabaja y progresa, pero lo hace con un ojo puesto en el pasaporte. Porque no basta con vivir mejor: también hay que creer que hay un futuro.
Y hoy, ese futuro sigue secuestrado por la política.
¿Queremos cerrar la brecha entre la economía del hogar y la economía del país? Entonces necesitamos más que crecimiento: necesitamos instituciones que funcionen, líderes que gobiernen y un Estado que se haga cargo. De lo contrario, seguiremos avanzando con una mano mientras con la otra nos tapamos los ojos.

Magíster en Economía, diplomado internacional en Comunicación, Periodismo y Sociedad, estudios en Gestión Empresarial e Innovación, y Gestión para la transformación. Cuento con más de 15 años de experiencia en el ejercicio del periodismo en medios tradicionales y digitales.