Escribe: Alejandro Deustua, internacionalista.
La atribución del comando de la política exterior a los jefes de Estado (en sistemas presidenciales) o de Gobierno (en sistemas parlamentarios) es generalmente resaltada por específicas normas constitucionales. La importancia de esa prerrogativa (como en el caso de la defensa nacional) se distingue así de la responsabilidad general que se concede a la dirección del resto de las políticas gubernamentales. En la muy juridicista América Latina, el uso de esa facultad está en proceso de franca informalización.
El sainete montado recientemente por presidentes latinoamericanos que se esmeran en intercambiar descalificaciones personales marca un punto de inflexión en la agudización de ese proceso disfuncional. La patología ha atacado a presidentes de países grandes (México, Argentina), medianos (Colombia, Venezuela) y pequeños (Bolivia, en otro momento).
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Y, más pasivamente, afecta también a presidentes que desatienden las formas de su rol externo (el caso de la presidenta Boluarte que, obviando reportes fiscales, descuida su imagen tan fervorosamente priorizada por diplomáticos que deberían asesorarla mejor en temas de lujo y etiqueta).
La informalidad creciente de las conductas presidenciales en nuestra región no es un problema trivial. Ciertamente ridiculiza a sus actores y, por tanto, les resta capacidad de interacción externa afectando a los Estados que representan. Pero también pervierte las ya menguadas relaciones con interlocutores geográficamente cercanos, las necesidades de recuperación integracionista y de consolidación geopolítica llevándolas a los linderos del rompimiento sin otro motivo que el descontrol de los egos ideológicos presidenciales.
Así, el presidente Petro tiende a calificar de “fachos” a quien intente “terapias de shock” o se disponga a establecer el orden interno con legítima coacción (Milei, Boluarte); el presidente Milei desata su impulso anarco-capitalista y de sectaria vinculación occidental para imputar crímenes a sus colegas antagonistas; el presidente López Obrador es incapaz de liberarse de sus prejuicios etnorevolucionarios (la defensa a ultranza de Pedro Castillo); el presidente Lula construye una potable “realidad” para el dictador Maduro, que luego matiza (mientras éste se refiere a Milei como “neonazi”); y el presidente Boric siente la necesidad de defender su causa humanitaria imputando cargos a viva voz.
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A esta extrovertida exuberancia generadora de fricciones ha contribuido el debilitamiento del concepto de soberanía (confundido con desaparición de jurisdicciones), la revolución tecnológica (que elude normas de comportamiento) y los usos propios de redes sociales (que trivializan la interlocución). Pero por encima de ello, la regional decadencia del liderazgo político es responsable directo de la tendencia a las malas prácticas en la política exterior.
Es hora de que nuestros presidentes recuperen normas y procedimientos que encauzan sus facultades directivas en el sector y que los diplomáticos tuteadores ayuden a aplicarlas.
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