
Escribe: Rodrigo Isasi, Managing Director en Empathy
¿Qué tal les fue? Bien. ¿Por qué bien? Porque les encantó.
Ese es el diálogo más común después de una salida de campo en un taller de innovación. Tras horas de trabajo en equipo, investigación, generación de ideas y construcción de un prototipo, los participantes se preparan para mostrar su solución a los usuarios por primera vez. Salimos a la calle, algunos con entrevistas pactadas, otros abordando personas al paso. Cuando vuelven, la mayoría declara que les fue bien porque al usuario “le encantó”.
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Confieso que esa respuesta siempre me deja incómodo, porque un buen experimento no está hecho para confirmar lo que queremos escuchar, sino para revelar lo que necesitamos cambiar. La validación temprana no es aprendizaje, es autoengaño. Y en innovación, el autoengaño cuesta caro.
El objetivo de un test no es enamorar al usuario ni cerrar una venta. Es como lanzar una embarcación al mar para ver por dónde hace agua. Toda idea nueva hace agua en alguna parte. Y es mejor enterarse temprano, cuando podemos corregir con poco costo, que demasiado tarde, cuando ya se han gastado recursos y credibilidad.
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Un buen experimento no busca aprobación, sino fricción, porque ahí está la información que necesitamos para construir algo realmente valioso.
Cuatro componentes de un buen experimento:
Pregunta antes que aprobación. Prepara un set de preguntas que quieras responder con el experimento. “¿Te gusta?” puede ser una, pero más interesante es saber cuándo lo usaría, cómo lo haría, por qué aportaría valor en su día a día.
Prototipo que habla. No se trata de impresionar con acabados refinados, sino de comunicar claramente la propuesta de valor. Un buen prototipo hace visible la intención y pone a prueba lo esencial.
Actitud de aprendiz, no de vendedor. No es momento de cerrar tratos, sino de observar, preguntar y recibir. El objetivo es maximizar el aprendizaje al menor costo posible.
Iterar rápido. Cada versión es un peldaño, no un destino. En el mundo digital esto ya es natural: cada lanzamiento es un nuevo prototipo. En consumo masivo y servicios, aún nos cuesta asumir que los productos están “vivos”.
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¿Y si el problema no es el prototipo, sino nuestra relación con el error?
En demasiadas culturas organizacionales, equivocarse se castiga, por eso buscamos confirmar en lugar de explorar. Nos convertimos en vendedores obstinados de nuestras propias ideas. Así es como proyectos que necesitaban ajustes terminan lanzándose por inercia, para luego fracasar públicamente. Todos lo veían venir… menos el equipo.
Construyamos un laboratorio, no una vitrina.
En lugar de obsesionarnos con que un proyecto “salga al mercado”, construyamos espacios donde se pruebe, se escuche y se itere. Donde lo más valioso no sea tener razón, sino descubrir dónde estábamos equivocados.
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Imagina una cultura empresarial donde cada error sea visto como una señal valiosa, no como un fracaso que hay que maquillar. Donde los equipos construyan con humildad, y los líderes valoren el aprendizaje más que buscar el aplauso. Estaríamos más cerca de construir productos útiles, relevantes y profundamente humanos, gracias a esta real cercanía al mercado, aumentando nuestra velocidad para anticiparnos y adaptarnos a los cambios del mismo, incluso ir modelándolo creando opciones que hoy la competencia está muy lejos de poder alcanzar.
