
Escribe: Paola del Carpio Ponce, coordinadora de investigación de REDES
Recientemente, se publicó el decreto supremo que crea el nuevo Programa de Alimentación Escolar (PAE) que reemplazará a Wasi Mikuna, programa que a su vez reemplazaba a Qali Warma sin mayores cambios aparte del nombre. En tanto está aún pendiente la elaboración de su manual de operaciones y no queda aún claro cuáles son los cambios más importantes de este nuevo programa. Sin embargo, estando ya cerca la campaña electoral que tiende a polarizarnos, cabe reflexionar sobre nuestra tendencia a patear tableros y querer reinventar la pólvora en la gestión pública.
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Más allá de los escándalos que marcaron a Qali Warma, cabe preguntarnos: ¿Qué ha fallado de manera sistemática? ¿Requerimos ajustes puntuales o el modelo no funcionaba en su conjunto? Si fuera lo segundo, ¿Qué aspectos del modelo deben cambiarse y cuáles mantenerse? Responder a esas preguntas para cualquier intervención pública requiere de evaluaciones, tanto de procesos como de impactos, las cuales desde el 2016 o antes no se han realizado para el caso de Qali Warma. De poco sirve reiniciar si no entendemos qué tenemos que corregir.

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En teoría, las políticas públicas deben seguir un ciclo que pasa por la formulación, coordinación, implementación, seguimiento y evaluación, y gestión del conocimiento para una mejora continua. A lo largo de todo este ciclo, debe generarse y utilizarse evidencia que alimente las decisiones para responder de manera ágil y efectiva a los desafíos que presenta la realidad frente a lo que dice el papel. Entender lo que funciona, en general, y cómo adaptarlo al contexto local requiere un compromiso con la generación y uso constante de información para la gestión, por incómoda que sea, para aprender y mejorar a favor del ciudadano. Mirarnos al espejo es importante para avanzar. Lamentablemente, el deterioro de la gestión pública en los últimos años ha dejado de lado la evaluación de las propias acciones en más de un sector.
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En la búsqueda de soluciones de política pública, debemos tener objetivos ambiciosos, pero también pisar tierra sobre el contexto en el que nos encontramos. Esto quiere decir que es importante que trabajemos con el país que tenemos para lograr progresivamente el que queremos.
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El indicador de posibilidad de logros educativos elaborado por REDES y el Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico (CIUP) llama fuertemente la atención sobre la alarmante situación de los aprendizajes en estudiantes de secundaria en las regiones del país –donde en el mejor de los casos (Tacna) poco menos de un tercio de los estudiantes obtiene un nivel satisfactorio en comprensión lectora– y presenta cómo podría cambiar el mapa de los aprendizajes si todas las escuelas públicas de una región alcanzaran al promedio del décimo superior de su propia región. Si bien aún con este cambio estamos lejos del escenario ideal, nos plantea una meta plausible para la realidad de cada región en el mediano plazo.
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¿Qué han hecho distinto las escuelas del décimo superior dentro de cada región que sea aplicable al resto? ¿De qué manera las condiciones adversas en la región afectan a unas escuelas más que a otras? Aprender de nosotros mismos es clave para escalar buenas prácticas y corregir errores. Nuestra gestión pública requiere institucionalizar este aprendizaje para que los indicadores recogidos sirvan realmente como herramienta de política. Esto implica dar continuidad a las evaluaciones de las diferentes intervenciones y no solo en algunos sectores; combinar indicadores cuantitativos con cualitativos para entender magnitudes, pero también causas; escalar buenas prácticas con conciencia de las realidades locales; y mejorar la rendición de cuentas frente a los ciudadanos.
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Un componente adicional al que se le suele prestar menos atención es la comunicación efectiva que debe darse desde el Estado, pero también desde la vigilancia de la sociedad civil. Es cada vez más importante que los indicadores no sean vistos solo como números fríos sino entendidos como lo que son: una fotografía de la realidad de muchos peruanos. La evidencia, para ser útil al ciudadano, debe ser entendible, puesta en contexto y bien comunicada. Esto requiere de una capacidad que no hemos sabido priorizar anteriormente: escuchar al otro, entender sus necesidades y otorgarle herramientas para decidir mejor.
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Nos espera un contexto retador de cara a la campaña electoral que llega por partida triple. Ante la polarización y la tendencia a rehacerlo todo, pongamos la evidencia sobre la mesa, comuniquémosla efectivamente y busquemos acabar con la apatía generalizada. Porque la evidencia no puede ser producto de la buena voluntad de actores aislados ni un lujo para entendimiento académico: debe ser ese espejo que nos sacude para mantener nuestra capacidad de indignación frente a problemas como la inseguridad alimentaria, la pobreza y la falta de aprendizajes. Mirémonos más al espejo.