Catedrático de las Universidades del Pacífico, UPC, UCSUR y USS. Director de la Maestría en Tributación de la UPC
En nuestro país, el artículo 67° de la Constitución menciona que el Estado determina la política nacional de ambiente y promueve el uso sostenible de sus recursos naturales, agregando además el artículo 68° de la Carta Magna que el Estado está obligado a promover la conservación de la diversidad biológica y de las áreas naturales protegidas.
Respecto de la tributación ambiental, solo hay una escueta referencia expresa en el artículo 4° de la Ley General del Ambiente, (Ley No. 28611), que sobre el tema de la fiscalidad y el ambiente señala: “El diseño del marco tributario nacional considera los objetivos de la Política Nacional Ambiental, promoviendo particularmente, conductas ambientalmente responsables, modalidades de producción y consumo responsable de bienes y servicios, la conservación, aprovechamiento sostenible y recuperación de los recursos naturales, así como el desarrollo y uso de tecnologías apropiadas y de prácticas de producción limpia en general”.
Pero no hay nada más. Como vamos a apreciar, poco se ha hecho en nuestra legislación al respecto del tema, a diferencia de, por ejemplo, los países europeos, donde el tema es motivo de foros permanentes en la OCDE.
El principio trillado aquí es el que señala que “quien contamina, debe pagar”. Estos tributos medioambientales son finalmente aquellos impuestos, contribuciones y tasas, cuyo objeto está constituido por actos o hechos que inciden negativamente sobre el medio ambiente o que provocan una actuación pública de protección medioambiental. Lo que se busca es utilizar el sistema fiscal para ajustar los precios, de una forma tal que influyan en el comportamiento humano de una manera favorable al medio ambiente, teniendo como objetivo el cambio de la conducta humana con relación a la contaminación, a través de la aplicación de tributos.
Lo que se busca es generar entonces impuestos que impulsen un cambio de conducta de los consumidores, promoviendo un mejor accionar para con el medio ambiente, y desalentando el daño ambiental, evitando a la vez la reducción de los recursos naturales. Se busca que el agente contaminante asuma los costos de la degradación y contaminación ambiental (se aplique así la “responsabilidad ambiental e internalización de costos”).
Aquí estaremos en muchos casos entonces en una finalidad “extra-fiscal”, que va más allá de lo recaudatorio.
Se usan distintos términos para estos tributos en la literatura fiscal: se les llama así “impuestos ambientales”, “impuestos verdes”, “eco-tributos”, e “impuestos de incidencia ambiental”. La doctrina señala también que existen tres indicadores para clasificar un impuesto como “ambiental”: la base imponible, el incentivo económico y el propósito impositivo.
Respecto a la “base imponible”, se señala que un impuesto puede ser considerado como ambiental si se aplica sobre una base física que tiene un efecto ambiental negativo y probado científicamente (una unidad física o un “proxy” de la misma, de aquello que cuando es usado o desechado, contamine); a la vez el impuesto ambiental es un “incentivo económico” para la mejora del medio ambiente; y el “propósito impositivo” se refiere a la motivación política, cual es el mejorar el medio ambiente.
Debe existir en tal sentido detrás del tributo un “impacto negativo en el medio ambiente” que comprende un deterioro ambiental tolerable, reversible y reparable; pues si es irreversible el daño, deberán de emplearse sanciones (multas, cierre, suspensión de licencias, etc.), además que esas actividades deberían ser prohibidas en el mercado. Los efectos deberán ser mensurables, con impacto negativo en la salud humana y en el medio ambiente.
El problema que siempre se ha generado es la medición del daño ocasionado. La unidad física medible puede ser una unidad de sustancias emitidas (verbigracia, un kg. de CO2, un litro de petróleo quemado o un litro de agua contaminada).
Existe en el mundo una primera categoría de impuestos sobre contaminantes o emisiones, siendo la base imponible una “unidad física de un contaminante específico” (es un pago entonces directo por la cantidad del contaminante emitido).
Una segunda categoría, son los impuestos ambientales sobre “productos”, siendo aquí la base imponible la unidad física de un recurso o de un producto que determina contaminación: fertilizantes, plaguicidas, pesticidas, baterías, bolsas de plástico, gasolinas, diesel, etc.
Recordemos que en nuestro país funciona ya la Ley No. 30884 y su reglamento, el D.S. 244-2019-EF, que crea el “Impuesto al consumo de bolsas de plástico” (ICBP), que grava la compra o adquisición gratuita de bolsas plásticas ofrecidas en tiendas, siendo este año 2022 aplicable un costo de S/ 0.40 por cada bolsa plástica, de cargo del consumidor. Aislado y minúsculo esfuerzo en este mundo de la tributación medioambiental.
Un aspecto relevante es que el IVA se excluye universalmente de la definición de impuestos ambientales, ya que tiene otros fines y características.
Para la OCDE un mejor nombre a estos tributos es el de “impuestos con incidencia ambiental”, porque “impuesto ambiental” parecería direccionarnos solo a los impuestos con objetivo ambiental y no solo fiscal. Con la definición de la OCDE, se abarcaría además impuestos con una incidencia positiva en el medio ambiente y no solo los que tienen un efecto negativo: por ejemplo, en el IR puede darse de manera positiva un incentivo fiscal para invertir en tecnología limpia y amigable con la naturaleza.
Se habla de diversas formas de incentivar el respeto al medio ambiente: o con tributos con finalidad recaudatoria (donde podría haber una doble imposición, pues podría determinarse por ejemplo un gasto no deducible del IR y además gravar ciertos actos con un tributo ambiental); o podrían darse incentivos fiscales (fin “premial”): mayor deducción del gasto (como sucede con la deducción adicional hoy en día en las inversiones tecnológicas), o la generación de créditos contra el IR.
En el mundo existe ya la aplicación de “tasas de cobertura de costos”, que son creadas para cubrir los costos de los servicios ambientales y de las medidas de control de la contaminación; los “impuestos - incentivo”, que son creados para cambiar comportamientos; y los “impuestos ambientales de finalidad fiscal”, que solo buscan aumentar la recaudación.
Nuestro país, como puede apreciarse, está aún “verde” en los tributos medioambientales. Recordemos que ellos internalizan las externalidades negativas, promueven ahorros energéticos y el uso de fuentes renovables, desincentivan comportamientos anti-ecológicos, incentivan la innovación en sostenibilidad, generan una recaudación que puede bajar otros impuestos (como los que se aplican al trabajo), y obviamente protegen el medio ambiente.
Mucho pan por rebanar. Aquí la legislación chocaría muchas veces con intereses creados y ello hay que combatirlo con fuerza, incidiendo de manera primordial en una cultura medioambientalista. El planeta ya lo exige a gritos.