Escribe: Carlos Gomero Rigacci, socio en LQG Energy & Mining Consulting
Hace unas semanas, el precio de la electricidad en el mercado mayorista volvió a tener picos de precios inusitados (aprox. US$ 200 MWh). A diferencia de lo que ocurrió el 2023, esta vez no se debió a un déficit hídrico, sino a un incremento súbito e inesperado del consumo, junto con el mantenimiento de algunas centrales de menor costo. Sin duda, esta es una señal de que la reserva de generación eficiente (centrales renovables, hidroeléctricas y térmicas a gas natural) ha quedado “muy justa”, al punto que algunas contingencias o restricciones menores pueden llevar al sistema a precios por encima de lo que se estima razonable.
Es posible que esta situación se repita en el futuro y de ahí la necesidad de nuevos proyectos de generación eficientes y confiables. En cuanto a estos nuevos proyectos, parece muy claro que el futuro estará marcado fundamentalmente por la generación renovable no convencional (centrales eólicas y solares), no solo porque estas tecnologías se han vuelto más competitivas en términos de costos, sino porque existe una megatendencia orientada a promover la migración hacia el uso de fuentes de generación menos contaminantes. Esta “transición energética” se ha convertido en el nuevo paradigma de los mercados energéticos en el mundo y el Perú no es la excepción.
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En este esfuerzo, sin embargo, ha quedado olvidada la evaluación de los costos de la transición. Y es que parece que adoptar decisiones sin considerar sus futuras consecuencias es un mal endémico de nuestra práctica gubernamental. Las autoridades suelen aceptar las bondades visibles de una nueva regulación, al punto de olvidar sus posibles efectos adversos, sus externalidades negativas o los costos de esa nueva regulación. Hay una tendencia a no ver el panorama completo. Así pasó con el proyecto de modernización de la Refinería de Talara, que en su momento se presentó como necesario desde la perspectiva ambiental y favorable desde el plano comercial, pero cuya información de costos no fue sometida a un escrutinio serio. Hoy los contribuyentes pagamos una cuenta de más US$ 6 mil millones. Así ocurrió también con la reforma regulatoria del año 2008 (D.Leg. 1002) que incentivó la entrada de proyectos de generación renovables para cubrir hasta el 5% de la demanda eléctrica, y que, aunque anunciada entre aplausos, a la fecha ha demandado subsidios pagados por los usuarios eléctricos de aproximadamente US$ 2 mil millones.
Esto puede estar pasando también con el proceso de transición energética en nuestro país. Se piensa en impulsar las energías renovables y en la incorporación de nuevas tecnologías que contribuyan a reducir emisiones, sin considerar otros aspectos igual de trascendentes como la seguridad del sistema energético y, sobre todo, el aspecto económico de la transición.
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Aun cuando en el mundo hay cada vez más voces dirigidas a morigerar las expectativas originales y acercarse a un modelo de transición más real o ejecutable (que considere las particularidades de cada sistema energético, los costos fiscales, la necesidad de mayor infraestructura de transmisión, los cambios regulatorios necesarios para la incorporación de tecnologías intermitentes, etc.), en nuestro país este análisis es simplemente inexistente. Somos más proclives a la alternativa facilista de asumir que la promoción de energías renovables es sinónimo de transición energética, cuando aquella es solo una parte de esta. Así, los ojos de todos se posan sobre el sector eléctrico como el gran culpable de las emisiones de GEI cuando en realidad la producción de electricidad solo representa el 5% de las emisiones de GEI en el Perú, mientras que otras actividades como el transporte y el uso de suelos (que representan más del 70% de las emisiones), desparecen de la escena.
Es necesario, por tanto, “deselectrificar” la discusión sobre la transición energética, repensar el modelo y plantear una agenda que defina nuevos criterios para una transición energética equilibrada, responsable y consciente de sus costos. Esta forma de enfocar la transición debe partir necesariamente de considerar los rasgos particulares de nuestro país y de nuestro sistema energético, como por ejemplo: que producimos derivados del petróleo y del gas natural, de modo que un reemplazo acelerado de estos combustibles debe considerar un plan para compensar los ingresos fiscales esperados a partir de ellos; que somos productores de gas natural, el cual debe convertirse en el instrumento crucial para la transición, y mantener la “tracción regulatoria” que permitió el desarrollo del Proyecto Camisea y que se ha ido perdiendo en el tiempo; que nuestro sistema eléctrico es ambientalmente limpio (fundamentalmente se usa agua y gas natural), de modo que los beneficios de la transición en cuanto a reducción de emisiones será marginal; que somos un país cuyos recursos económicos deben orientarse a sectores prioritarios (salud, educación, seguridad), lo cual lleva a decir que el Estado debe prescindir en lo posible de toda política de subsidios; entre otros.
Se requiere pues, un cambio de enfoque para diseñar un modelo acorde a nuestra realidad, con una visión menos ideológica, más pragmática e impulsar una transición energética ordenada y responsable.
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