Escribe: José Ricardo Stok, profesor emérito del PAD.
El diccionario nos dice que una crisis es un cambio profundo y con consecuencias importantes en una situación. Nos deja la impresión de algo grave y, con frecuencia, con efectos irreparables o muy costosos. En el lenguaje corriente es habitual utilizar esa palabra incluso cuando no se produzcan esas importantes consecuencias, o su gravedad no lo sea tanto. Así, hablamos de crisis de ventas por bruscas caídas, o de crisis financiera por problemas en las cobranzas. Las reacciones de las personas ante un cambio de posición o traslado se manifiestan, en no pocos casos, como una crisis. Pero pronto se ve que estas no son crisis en sentido estricto: tienen poca duración, un impacto no muy profundo, y sus repercusiones no son tan graves.
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Existe, sin embargo, una crisis que no suele catalogarse como tal, pero que tiene serias manifestaciones y da muchos dolores de cabeza a los directivos. Me refiero a la del crecimiento, que parte de una decisión feliz y entusiasta y de la que se esperan muy buenos resultados. El problema radica en que, si no se ha analizado cuidadosamente, pronto surgen urgentes necesidades de fondos no previstas y que, por lo tanto, ponen en jaque a la gerencia. Y si se trata de nuevas ciudades, regiones o países, los directivos requeridos no aparecen a la primera, y ocurren frecuentes (y a veces dolorosas) rotaciones que ocasionan demoras en los planes de avance; y si se trasladan directivos de otras posiciones, también se traslada el problema. No solo hay que seleccionar al profesional adecuado, sino que éste debe tener capacidad para adaptarse a una nueva ciudad o país, además de poseer condiciones para implementar correctamente cultura original, lo que suele ser un gran desafío. Si a esto le añadimos la presión de la casa matriz por lograr avances y resultados, es muy probable que estas situaciones puedan estallar. El anhelado y brillante crecimiento se convierte entonces en una molesta crisis.
Ante estas situaciones, es importante adoptar una actitud adecuada, no apresurarse ni asustarse; y mantener la calma. Es el momento de pedir consejo a alguien experimentado, con “heridas de batallas”; la madurez se comporta muy bien en estos terrenos. La prisa por querer actuar rápidamente suele ser nefasta. Hay que cuidarse de los aduladores y de los que traen soluciones rápidas y casi mágicas. No son momentos para encantadores de serpientes.
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Pensemos en el reciente “lunes negro”: la caída del 12% del índice Nikkei sorprendió a todos y asustó a muchos. Quienes, temiendo una situación en cadena, decidieron liquidar sus posiciones, perdieron mucho dinero. Ese lunes negro que en dos o tres días mutó a gris, destiñéndose rápidamente.
No olvidemos que después de la tormenta viene la calma. Por eso, es de sabios vivir con pasión el presente, confiar en nuestro equipo, no desesperarse por querer prever posibles futuros: siempre se escaparán algunos… probablemente, los que ocurran… guardar pan para mayo, y acordarse de la fábula de la hormiga y la cigarra.
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