
Escribe: Enzo Defilippi, profesor principal de la Universidad del Pacífico
Hace unas semanas, la Real Academia de las Ciencias de Suecia anunció que los ganadores del premio Nobel de Economía 2025 son Philippe Aghion, Peter Howitt y Joel Mokyr, tres economistas que dedicaron su carrera a entender un misterio que parece obvio, pero que no lo es: ¿cómo se produce la innovación que genera crecimiento económico? Su respuesta, elegante en el papel, es profundamente política. Más que del capital o los recursos naturales, el crecimiento depende, sobre todo, de la capacidad de una sociedad para generar y adoptar nuevas ideas.

Hace tiempo que los economistas sabemos que el conocimiento genera crecimiento económico, pero no sabíamos cómo surgía. Los modelos clásicos de crecimiento económico se limitaban a suponer que el progreso tecnológico ocurría, pero sin explicar por qué. Los trabajos de Aghion y Howitt cambiaron eso. Inspirados en Schumpeter, demostraron que las economías crecen gracias a la “destrucción creativa”: el proceso por el cual lo nuevo reemplaza a lo viejo. La competencia fomenta la innovación, la innovación incrementa la productividad, y el incremento de productividad genera crecimiento económico, aunque en el camino destruye industrias completas.
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Un buen ejemplo de destrucción creativa fue la llamada “crisis del cuarzo” en la industria relojera. En los años setenta, los relojes japoneses con movimiento de cuarzo desplazaron a los tradicionales relojes mecánicos suizos: eran más precisos, más fáciles de producir y mucho más baratos. Si bien esto incrementó el bienestar de los consumidores, hizo que decenas de empresas quebraran y dejaran a miles de relojeros en la calle. Por otro lado, esta misma crisis forzó a lo que quedaba de la industria relojera europea a reinventarse, enfocándose en el diseño, la calidad y el prestigio. Hoy florece porque, ante el cambio tecnológico, optó por renovarse.
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Mokyr completó el rompecabezas. Mostró que la innovación no aparece por azar, sino en sociedades que valoran la curiosidad, la ciencia y la libertad intelectual. Este es el caldo de cultivo que hizo posible la Revolución Industrial, y que hoy diferencia a las sociedades que progresan de las que no. Sin esta “cultura del conocimiento útil” no hay innovación posible: ni destrucción creativa ni crecimiento duradero.
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Si bien estas ideas suenan lejanas para el Perú, retratan con precisión las dificultades que enfrentamos para desarrollarnos. Nuestra economía ha crecido de forma impresionante en las últimas décadas, pero lo ha hecho gracias a la demanda externa, no por su capacidad de innovar. Nuestro gasto en investigación y desarrollo es prácticamente inexistente. Las universidades producen títulos, no descubrimientos. Los empresarios confunden fomento a la innovación con reducción de trámites, y la clase política, concentrada en sus propios intereses, no tiene incentivos para crear condiciones que mejorarían la vida de los peruanos después de la siguiente elección. Y así, no se puede.
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Aghion, Howitt y Mokyr han demostrado que más que la cotización de los metales, lo que realmente debería importar a los peruanos es el precio que estamos dispuestos a pagar por las buenas ideas.

Profesor de la Universidad del Pacífico. Exviceministro de Economía.







