
Esribe: José Carlos Valer, Investigador en Sostenibilidad - PAD Escuela de Dirección
El apagón masivo que paralizó España y Portugal hace algunas semanas no fue simplemente una falla técnica. Fue una advertencia. Un síntoma visible de una política energética guiada más por relatos ideológicos que por realismo técnico. España, en su afán por liderar la transición ecológica, ha priorizado lo simbólico sobre lo funcional. El resultado: una red eléctrica más frágil, vulnerable no solo a la variabilidad climática, sino también a amenazas estratégicas mayores.
Aunque el fallo inicial ocurrió en el suroeste solar de España, el colapso fue producto de fallas múltiples y encadenadas, incluyendo la desconexión con Francia. En cuestión de segundos, la red perdió el equivalente al 60% de la demanda nacional. Sin capacidad de absorción, se activaron los sistemas automáticos de protección y se quedaron sin electricidad por más de 10 horas. No hubo evidencia de un ciberataque, pero la pregunta de fondo sigue vigente: ¿qué tan vulnerable vuelve a un país una transición energética basada en slogans?
España ha impulsado una transición energética ambiciosa: 43% de su electricidad proviene de fuentes renovables, especialmente solar y eólica. Al mismo tiempo, ha decidido cerrar sus plantas nucleares a partir del 2027. El problema no es la meta -descarbonizar- sino la lógica con la que se persigue. Las renovables, aunque necesarias, son intermitentes, caras de estabilizar y poco predecibles. Sin almacenamiento masivo, reservas térmicas ni sistemas inteligentes de gestión, la red queda expuesta a fallos como el ocurrido.
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Este no es un argumento contra las energías limpias. Es una defensa de la ingeniería. De la física. De la resiliencia. Incluso los sistemas basados en combustibles fósiles han colapsado: Italia en el 2003, Texas en el 2021. No se trata de sol o gas, sino de diseño.

Y cuando ese diseño es débil, la fragilidad técnica se convierte en debilidad geopolítica. Si el apagón hubiera sido un ensayo de guerra híbrida -un testeo deliberado de resiliencia por parte de actores hostiles- el mensaje al mundo sería claro: esa infraestructura crítica es manipulable. Presionable; desestabilizable.
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Desde el Perú, esta es una lección que no podemos ignorar. La presión internacional y el discurso climático empujan a los países emergentes hacia una mayor participación de renovables. Pero la transición energética no puede hacerse por imitación, ni por oportunismo político. Nuestro país enfrenta retos estructurales: una matriz dependiente del gas, redes débiles en la sierra y Amazonía, escaso almacenamiento, y una creciente exposición a riesgos de violencia interna.
A diferencia de España, el Perú conserva aún una base hidroeléctrica considerable. Esa ventaja podría diluirse si no se integra con tecnologías de respaldo y almacenamiento modernas. Otras economías están avanzando con soluciones como almacenamiento por bombeo, flywheels, y sistemas de control inteligente con inteligencia artificial. En el Perú, eso no es futurismo: es protección básica.
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La sostenibilidad no es barata. Implica costos de inversión, de infraestructura, de gobernanza. Si no se asumen a tiempo, el precio lo paga el ciudadano: con tarifas más altas o -peor aún- con apagones.
Las transiciones energéticas no se gobiernan con slogans ni con aplausos. Se gobiernan con sistemas estables, inversiones serias y sentido estratégico. Y si no lo hacemos, lo que hoy es una transición puede convertirse en un salto al vacío.