Escribe: Rolando Luque, profesor de la Universidad de Lima y de la PUCP.
El diálogo es un recurso político ilimitado en la medida en que está siempre disponible. Somos “animales simbólicos” que no hemos dejado de comunicarnos y socializar por miles de años. Incluso en las peores situaciones hemos echado mano del diálogo para evitar precipitarnos en la violencia y la destrucción. Con desigual fortuna, ciertamente. Lo que sí es limitado, por lo menos en determinadas circunstancias, es la posibilidad de llegar a acuerdos. Saberlo a tiempo es conveniente, ya que evita caer en la ingenuidad o la tozudez de creer que se dialoga cuando se está en realidad ante dos monólogos disparados al espacio sin rozarse siquiera, o ante alguien que simula dialogar mientras gana terreno o tiempo por alguna vía paralela, o ante quienes dialogan solo si el otro piensa exactamente como ellos, en cuyo caso solo escuchará el eco de su voz.
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En una democracia no basta ejercer competencias legales para que el resultado sea legítimo. Es indispensable abrir el juego a los demás actores en busca del más amplio consenso. Si el tema en discusión es, por ejemplo, la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, este no podría quedar confinado a un grupo de parlamentarios. Es un asunto de una dimensión jurídica que nos remite a las reglas y tratados del derecho internacional, a las sentencias del Tribunal Constitucional, a la capacidad de los jueces de aplicar el control difuso, etc. Tiene también una dimensión moral que concierne a las víctimas en su aspiración de justicia, y a la sociedad entera que, espera de sus jueces sentencias justas que contribuyan a la paz social. Y, desde luego, tiene una dimensión política y económica que hay que cuidar con especial esmero en los tiempos actuales cuando el prestigio de los países –medido internacionalmente por agencias acreditadas– es un prerrequisito para las inversiones sanas y de largo plazo.
En este y otros temas la sociedad ha sido ignorada, como si la democracia fuera el juego privado de un par de actores. Hay dos cosas que no pueden dejar de ser públicas: la agenda del Estado y el control del poder. Ambas están actualmente en cuestión, se aprueban leyes sin escuchar otras voces, y se toman decisiones mediante actos de puro poder. El dominio del Congreso, además, se ha extendido a otras instituciones del Estado menoscabando su autonomía y sus capacidades de control. Silencio y alineamiento es la postura adoptada.
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Entonces, ¿cuál es el margen del diálogo en un escenario así? Pequeño, disponible, pero pequeño. El campo que sí es vasto es el de la sociedad. Como nunca en estos veinticuatro años de democracia continua, ha sido tan necesario que la sociedad dialogue, que recupere el debate público, que se prepare para terciar en el poder ejerciendo derechos y poniendo una mirada informada, lúcida e implacable en el 2026. La sociedad no es una advenediza ni una convidada de piedra, es nada menos que la depositaria permanente de la soberanía popular en la que se basa constitucionalmente nuestra democracia.
En el Perú la sociedad ha constituido miles de asociaciones, federaciones, sindicatos, organizaciones no gubernamentales, comunidades, etc. todos con vela en este entierro, y que sienten y saben que la democracia también les pertenece. Hay quienes preferirían que estas organizaciones no existieran porque detestan la pluralidad y los contrapesos, y quieren una sociedad monocorde donde ellos tengan la voz cantante. Esto no va a pasar, mal que bien estos años de democracia nos han enseñado a repudiar los extremos, los alucinados extremos que siempre tienen en la mira la libertad de las personas, para destruirla al menor descuido.
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