
El transporte público en el Perú se ha convertido en un trabajo de alto riesgo. Entre agosto del 2024 y octubre del 2025, al menos 50 personas identificadas (entre conductores, pasajeros, cobradores) fueron asesinadas y 37 resultaron heridas en atentados registrados en Lima Metropolitana y el Callao, según el Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público. En todos los casos se usaron armas de fuego; nueve de cada diez víctimas murieron dentro de su propia unidad, probablemente, frente a los pasajeros.
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Detrás de cada cifra hay un padre, una madre, un trabajador que salía diariamente a mover una ciudad que ya no se siente segura. Seis de cada diez fallecidos tenían entre 30 y 49 años y más de un tercio de los crímenes ocurrió en Lima Norte, una zona donde el miedo ya es rutinario.
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La violencia ha alcanzado un punto en el que nadie está a salvo. Los ataques no solo golpean a los choferes, sino también a los pasajeros, a los peatones, a cualquiera que, eventualmente, se cruce con una bala perdida. Las extorsiones y atentados no distinguen rutas ni horarios. Son una amenaza directa contra la vida cotidiana.
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Las consecuencias económicas tampoco son menores: la inseguridad encarece los costos del transporte, genera pérdidas para las empresas, paraliza rutas y reduce la movilidad de millones de trabajadores. Se ha advertido que cerca del 80% de transportistas paga cupos a extorsionadores. Este costo informal se traslada finalmente a los bolsillos de los ciudadanos.
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Sin embargo, frente a una crisis que desangra al país, el Gobierno parece responder con frialdad y desconexión. La presidenta Dina Boluarte ha pedido “no abrir las llamadas ni los mensajes” de extorsión, como si la solución al crimen fuera desconectarse del teléfono. El ministro del Interior, Carlos Malaver, hizo eco del absurdo. Y César Sandoval, titular de Transportes, minimizó el paro de transportistas asegurando que “fue parcial” y repitiendo lo de siempre: detener el servicio “no resuelve la problemática”.
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La realidad contradice ese discurso cómodo. Ayer, transportistas bloquearon vías en medio de algunos choques con la policía y un clamor unánime: “Nos están matando”. Más que una protesta fue una demanda de supervivencia.
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El Estado no puede seguir ofreciendo excusas cuando los ciudadanos viajan bajo amenaza. Urge una respuesta integral: inteligencia policial, mayor presencia territorial, ataque directo a las mafias y apoyo real a las víctimas. Cada conductor asesinado, cada herido, es el reflejo de un país que ha perdido el control de sus calles. Y mientras el miedo marque la ruta, nadie podrá decir que está llegando a su destino.