
Las precandidaturas para las elecciones del 2026 confirman un diagnóstico preocupante: la política peruana se ha convertido en un espacio sin filtros, sin exigencias y sin competencia real. Con más de 60 fórmulas presidenciales, como indica un informe de El Comercio, y cerca de 10,000 postulantes al Congreso, según estimaciones preliminares del JNE, el proceso interno de 39 agrupaciones política (tres son alianzas) refleja más desorden que democracia.
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La postulación de Vladimir Cerrón, prófugo de la justicia y con orden de prisión preventiva, es la expresión más ofensiva de ese deterioro. Pero no es un caso aislado. También figura el expresidente Martín Vizcarra, inhabilitado para ejercer cargos públicos e investigado por corrupción, como precandidato a la vicepresidencia. Que ambos sean admitidos evidencia la incapacidad del sistema político para aplicar mínimos estándares éticos.
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En paralelo, el Partido Aprista Peruano participa con 15 precandidatos presidenciales, un número que exhibe la pérdida de cohesión incluso en las organizaciones históricas. Lo que antes era una estructura ideológica, hoy parece un espacio disperso.
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La situación no es mejor en el plano parlamentario. Con miles de interesados en integrar el Congreso, es altamente probable que buena parte de las listas incluya a candidatos cuestionados, tal como revelan los primeros reportes. La experiencia reciente demuestra que las agrupaciones no tienen filtros ni mecanismos internos de control, y que las sanciones son excepcionales o simplemente inexistentes. Esto se agrava una vez que consiguen una curul.
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De otro lado, con la candidatura de Rafael López Aliaga, la capital vuelve a ser usada como plataforma para aspiraciones presidenciales. No es la primera vez, pero sí una muestra más de que, en Lima, el interés electoral prevalece sobre el servicio público.
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Esta fragmentación política, anticipada desde hace meses, amenaza con dejarnos en una precariedad institucional aún mayor a la que ya padecemos. La falta de partidos sólidos, de liderazgos con trayectoria y de mecanismos de formación política nos condena a repetir el ciclo: gobiernos débiles, congresos atomizados y políticas públicas erráticas.
El costo no es solo político. Es también económico. Un país sin estabilidad ni representación confiable pierde competitividad y atrae menos inversión. Los intentos fallidos de una reforma política seria –que debería ordenar, depurar y profesionalizar la vida partidaria– se traducen en una pérdida sostenida de confianza en el sistema democrático. Ante ello, todo indica que nos encaminamos a más fragmentación, menos legitimidad y un Estado aún más débil.







