
La condena de 14 años de prisión contra Martín Vizcarra (de ejecución inmediata) vuelve a manchar la institución presidencial. Con este fallo, el país suma ya cinco expresidentes que han pasado por prisión o han sido sentenciados: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Pedro Castillo y ahora Vizcarra. Ninguna democracia puede sostenerse con un historial así en el nivel más alto del poder político.
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El caso de Vizcarra es especialmente grave no solo por la contundencia de la sentencia, sino por la naturaleza de los hechos: coimas por S/ 2.3 millones entregadas en sobres, maletines y pagos fraccionados mientras ejercía como gobernador de Moquegua. Testigos, colaboradores eficaces, pericias documentales y registros de llamadas describen un esquema de corrupción continuado entre el 2013 y 2016. El tribunal determinó que el entonces gobernador solicitó y recibió sobornos para favorecer a Obrainsa e ICCGSA en los proyectos Lomas de Ilo y el Hospital de Moquegua.
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Los argumentos de defensa política de Vizcarra, que sostienen que todo es un “pacto mafioso” o una “venganza”, no resisten la confrontación con las pruebas (ya anunció que apelará). Tampoco lo hace su comportamiento público. Resulta reprobable que, en lugar de enfrentar las consecuencias de sus actos, el expresidente apueste por trasladar la “lucha” a la plancha presidencial de su hermano Mario Vizcarra, convirtiendo la política en un refugio personal.
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Esa intención revela más que una estrategia electoral: evidencia una búsqueda desesperada por sostener influencia y, eventualmente, liberarse de la prisión. Pretender mantener algo de vigencia política mediante un familiar no es una expresión de liderazgo, sino un intento de eludir responsabilidades y de convertir la política en una coartada.
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Para un país harto de escándalos, este caso debe ser una advertencia colectiva. Las instituciones han mostrado, con todas sus falencias, que aún pueden sancionar a quienes traicionan la confianza ciudadana. Pero su fortaleza no será suficiente si los electores permiten que personajes envueltos en tramas de corrupción tomen o regresen al poder.
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La responsabilidad ahora recae en el voto de todos. Somos los peruanos quienes debemos impedir que el ciclo de expresidentes procesados, fugados o encarcelados se convierta en un rasgo permanente de nuestra vida republicana. El futuro del Perú no puede seguir secuestrado por líderes que ven en la política un escudo. Si normalizamos que la Presidencia sea una antesala a la prisión, habremos renunciado a la posibilidad de un Estado mínimamente ético.







