En mi libro autobiográfico “Meche” , conté un episodio de mi niñez que me impresionó y marcó para siempre. Mi padre, que era funcionario de un banco que había sido estatizado durante el Gobierno militar, supervisaba la construcción del nuevo edificio institucional. Una noche, de manera imprevista, alguien tocó a la puerta de nuestra pequeña casa en Jesús María, se trataba de un proveedor o contratista que se apareció con un lujoso reloj como regalo para mi padre. Él, sorprendido y ofuscado, se lo devolvió de inmediato y lo despidió diciendo “lo mejor que puede hacer es usar el valor de su regalo para reducir el precio en su oferta en la licitación”. A partir de ese momento, en mi vida he seguido siempre el ejemplo de mi padre, en mi vida profesional y en mi responsabilidad pública.
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No es necesario tener una ley o norma para seguir valores éticos fundamentales, pero parece que, en nuestro país, la ética y la ley pueden saltarse con mucha facilidad; la impunidad impera. Y para un sector importante de servidores públicos, el honor y el prestigio personal son menos importantes que un lujo efímero e innecesario, que les puede dar los bienes mal habidos. Pareciera que en estos tiempos, todo se transa, todo se justifica, todo es posible, si se tiene poder para hacerse, sin importar el interés ciudadano y el futuro de nuestra nación.
Por ejemplo, en el Congreso se hacen leyes para favorecer actividades fuera de la ley, como la minería ilegal, modificando un decreto legislativo recientemente aprobado por el Ejecutivo. ¿Bajo qué presiones o intereses? Luego, el Ejecutivo refrenda la mencionada ley contradiciéndose a sí mismo; ¿en pocos meses cambió de opinión técnica? Lo dudo, simplemente es una transacción para la supervivencia en el poder de un Gobierno sin rumbo y sin valores ni principios que defender. Otras autoridades electas se saltan los mecanismos de solución de controversias, establecidos por la ley, para ganar popularidad; o se cancelan contratos arbitrariamente, por resolución de alcaldía en la que se indica que podrían recuperarse esos contratos previo pago no definido. El chantaje establecido por norma. Y sin dejar de mencionar investigaciones fiscales a personas fallecidas o fallos judiciales que no se sustentan en evidencia, sino en la presión popular a través de titulares de prensa interesados. Verdaderos juicios mediáticos alejados del ideal de justicia.
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Estos son ejemplos que nos señalan un derrotero peligroso de ruptura total del Estado de derecho. No nos sorprenda, entonces, que las encuestas de opinión pública muestren una desafección ciudadana con lo político y lo público. La población se siente desatendida por líderes más preocupados en cuidar sus intereses personales o de grupo, o en sus ganancias de corto plazo, que en el bien común. Mientras la percepción de inseguridad ciudadana aumenta, con violencia nunca antes vista, la economía no genera empleos dignos que le aseguren ingresos adecuados de largo plazo. Y la oferta de salud y educación pública muestra un franco deterioro. La narrativa de los extremistas –que señalan, con mala intención, al modelo económico como culpable de la situación– triunfa en medio de la desazón de la población. Por este nocivo cóctel, las preferencias electorales se inclinan por los populismos de ambos extremos, por los que prometen mano dura, por los que, se supone, harán una cosa distinta a lo que ya hemos visto.
El riesgo de convertirnos en un país inviable es muy grande. El Perú, a partir de los años noventa, comenzó su transformación, bajo los criterios del imperio de la ley como premisa. Por eso logramos la confianza ciudadana y de los inversionistas con un crecimiento sostenido durante las dos últimas décadas. No fueron los lindos discursos de funcionarios públicos, sino la clara aplicación de principios de equidad ante la ley y respeto a nuestra institucionalidad los que lo lograron. Ciertamente, hubo errores en este proceso y también actos de corrupción, pero no la generalidad que hoy día vemos y que desaprensivamente dejamos pasar. Las libertades ciudadanas y la económica necesitan de reglas de juego claras, que se cumplan siempre. La literatura económica bien lo dice y nuestra propia experiencia de más de treinta años, nos lo dice: no existe una economía de mercado que funcione a favor del ciudadano, sin instituciones sólidas que faciliten su desarrollo.
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La crisis institucional que vivimos es el resultado de abandonar los valores de ética y respeto a la ley. Vale la pena que asumamos, con propósito de enmienda, que dejamos que la informalidad conviva con nosotros, pensando que era un tema temporal y acotado en su tamaño, y nunca nos atrevimos a abordar el problema con responsabilidad. Toca ahora exigirle a los que nos gobiernan, aunque conozcamos sus “debilidades”, que debemos transformar al Perú en un país formal, donde el imperio de la ley exista, y que se cumpla y obedezca. Donde no prime la impunidad, donde las investigaciones fiscales sean respetuosas del derecho básico de presunción de inocencia y, a la vez, sean técnicamente sólidas y justas. Donde los servidores públicos no se sientan por encima del ciudadano, que recuerden que están al servicio de la población y no para servirse del poder. Donde el mal funcionario tenga una sanción oportuna y proporcional. Que las reglas de juego para el aparato estatal estén basadas en legislación justa y no en normas enrevesadas.
No dejemos que los poderes fácticos ilegales tomen definitivamente el poder de nuestro país. Confío que somos más los ciudadanos que tenemos principios éticos, como los que aprendí de mi padre, y podremos juntos transformar nuestro país para bien.
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