
Escribe: Carlos Casas Tragodara, investigador del CIUP
El Premio Sveriges Riksbank en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, conocido como Premio Nobel de Economía, fue otorgado a tres economistas cuyo trabajo se ha centrado en analizar cómo la innovación puede desempeñar un papel trascendental en el desarrollo económico y cómo este mecanismo interactúa con otros ya ampliamente estudiados. La “destrucción creativa”, que está en el centro de los modelos desarrollados por Philippe Aghion y Peter Howitt, rinde homenaje al término acuñado por Joseph Schumpeter en 1942.
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Esto implica que el rol del innovador es de suma importancia para el crecimiento económico, porque los innovadores (innovative entrepreneurs) son quienes desarrollan nuevos productos, servicios, procesos o modelos de negocio que resultan disruptivos en los mercados. Son personas que piensan permanentemente en cosas nuevas. Este tipo de empresario nunca está quieto: salta de una idea a otra y, en ese proceso, crea bienestar para la humanidad. Si se queda en una sola idea, la mejora y amplía su empresa, su ímpetu innovador disminuye y, según el argumento de Schumpeter, se convierte en un burócrata al que lo absorbe el tiempo en la administración y deja de crear cosas nuevas.

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Todo este proceso, según los desarrollos de Aghion y Howitt, no se origina por un motivo altruista, sino por motivos egoístas. Estos innovadores están a la caza de nuevas tecnologías que crean mercados o alteran sustancialmente los ya existentes, porque las ganancias potenciales son muy grandes. Pero, a su vez, están sometidos a una gran presión, porque existen otros innovadores que intentan desarrollar nuevas tecnologías y que pueden desplazar, en cualquier momento, a los actuales “reyes” de la economía.
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Este proceso ocurre porque las nuevas tecnologías hacen que las anteriores queden obsoletas. Este es el proceso de destrucción creativa: una nueva tecnología hace que todo lo anterior se destruya, en el sentido de que deja de ser útil. Como ejemplo, recordemos que, para ver una película en casa hace cuarenta años, se utilizaban los Betamax y la tecnología asociada a este tipo de cartuchos que se insertaban en un reproductor. Hoy eso suena arcaico, porque desde la comodidad del hogar se puede ver la misma película con solo apretar un botón y en mejor calidad. La empresa que producía los Betamax es ya historia, y ahora predominan las plataformas digitales.
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Esto nos lleva a un tema importante: para realizar innovación se requiere destinar una cantidad significativa de recursos financieros, y conforme aumenta el nivel tecnológico de una economía, es necesario emplear cada vez más recursos. Esto muestra la importancia de los gastos en innovación y desarrollo que un país debe impulsar, tanto desde el sector privado como desde el público. Este desafío abre espacio para el diseño de políticas públicas que fomenten la investigación y el desarrollo, y para el impulso que los Estados pueden dar a este proceso.
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Un punto importante dentro de esta lógica es el camino que pueden adoptar los países. Aghion y Howitt desarrollan este aspecto señalando que las economías tienen dos posibilidades para crecer: imitar o innovar. El punto clave es que a los países de bajos ingresos les conviene imitar, pero las ventajas de hacerlo se van diluyendo a medida que el nivel de ingreso aumenta. Llega un momento en que es necesario empezar a innovar si el país no quiere estancarse. Esto implica desarrollar instituciones que castiguen al imitador y premien al innovador. El obstáculo, sin embargo, es que los imitadores buscarán impedir este cambio, perjudicando así al país.
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El tercer Premio Nobel es un historiador económico que ha estudiado el papel de la innovación en el crecimiento. Una de sus obras más recientes —y cuya lectura recomiendo— es el libro Una cultura del crecimiento: los orígenes de la economía moderna (2016). Su argumento central es que, al seguir el principio del filósofo inglés Francis Bacon, según el cual el desarrollo del conocimiento debe ser útil para la sociedad, se sentaron las bases de la revolución científica que comenzó en el siglo XVI. Mokyr sostiene que las sociedades más tolerantes y abiertas a nuevas ideas son las que más crecen, en comparación con las conservadoras. Ello explicaría por qué países como Inglaterra y Holanda fueron los más dinámicos en crecimiento, frente a la pérdida de hegemonía de España.
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Resumir la obra de estos economistas en unas pocas líneas es una tarea imposible; solo hemos esbozado sus principales aportes. Pero, como siempre, debemos preguntarnos qué nos deja todo esto para nuestro país. Vemos que el papel de la investigación y el desarrollo es cada vez más importante para el crecimiento. Si revisamos los últimos datos del Banco Mundial, observamos que el país que gasta más, en términos relativos, en investigación es Israel, con un 5% de su PBI. Le siguen Japón, Alemania y Estados Unidos, mientras China incrementa su gasto de manera muy dinámica. El Perú apenas destina el 0,1% de su PBI, y la mayor parte de ese gasto proviene del sector público. Esto se explica por los escasos incentivos a la innovación, la débil protección de los derechos de propiedad y la falta de recursos para llevar a cabo la investigación.
Lo anterior nos muestra cómo se está configurando la competencia entre los países en la actualidad y cómo el Perú está muy rezagado en este aspecto. El impulso de la investigación y el desarrollo es un ámbito en el que el próximo gobierno tendrá una tarea descomunal si queremos ingresar a la autopista del desarrollo.

Profesor e investigador principal del Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico.