Coordinadora de investigación de Redes
La precariedad ante la pandemia y las crisis políticas de los últimos años dejan claro que el crecimiento económico es absolutamente necesario, pero insuficiente para que el bienestar alcance a todos. Es importante fortalecer capacidades de gestión en todos los sectores y niveles de gobierno y contar con un enfoque que escuche, incluya y trabaje con las regiones.
Esto implica replantear la descentralización. El proceso iniciado en el 2002 fue acelerado y sin una acreditación efectiva de capacidades antes de transferir competencias y funciones. Además –y de esto se habla menos– no consideró las capacidades desde el nivel central para liderar el proceso: formular y hacer cumplir las políticas nacionales. Articular las acciones del Estado requiere de una rectoría efectiva, a la par de más capacidades para la ejecución.
Así, donde debería haber un Estado unitario y descentralizado, tenemos una suerte de varios Estados frente a ciudadanos y empresas. Esto es, diferentes niveles de acceso y calidad de servicios y reglas de juego poco claras y consistentes para tomar decisiones de inversión, especialmente en un escenario de crisis política generalizada y pronto cambio de autoridades regionales y locales. Dos ejemplos de las consecuencias de la débil rectoría y limitada articulación son que al inicio de una pandemia no teníamos claro dónde había cuántas camas UCI y que el plan de infraestructura (PNIC) no ha llegado ni al 5% de avance de ejecución ante una brecha de acceso de más de S/300 mil millones.
Ejercer rectoría no significa recentralizar. Implica entender que la descentralización no es un fin en sí mismo, sino un medio para acercarse al ciudadano y brindarle más y mejores servicios públicos. Por ejemplo, un rector debería poder medir capacidades y tomar medidas cuando un nivel de gobierno no puede asumir efectivamente sus funciones (asegurar que se preste el servicio, por un lado, y fortalecer capacidades, por el otro). Esto requiere de voluntad política. Sin embargo, pareciera que nuestro nivel central está más cerca de un proceso de mimetización con los acentuados problemas de gestión en regiones que en tomar las riendas del proceso. Ejemplo de ello es la continuidad de las cabezas ministeriales en sus cargos: en promedio, un ministro estuvo en su cargo por 20.14 meses en el periodo 2006-2011, en contraposición con 7.44 meses en 2016-2021. Esto no mejora en esta administración, que además suma varios nombramientos cuestionables.
Mejorar capacidades de gestión requiere cambios que alcancen a los tres niveles de gobierno:
1. Servicio civil capacitado y meritocrático que no rote constantemente ante cambios políticos.
2. Internalizar que el Estado no puede solo: trabajar con el privado es crucial para el cierre de brechas y la infraestructura es crítica para el desarrollo en todas las regiones.
3. Fortalecer espacios de coordinación entre niveles de gobierno y público-privados.
4. Invertir en sistemas interoperables que permitan contar con información más inmediata sobre el desempeño y necesidades de las entidades.
5. Mejorar la calidad regulatoria y generar manuales, protocolos y guías claras que faciliten a los funcionarios la aplicación de la frondosa normativa.
6. Combatir la corrupción sin que el control gubernamental paralice la toma de decisiones de funcionarios.
El debate sobre descentralización debe ir más allá de un discurso que antagoniza a Lima con las regiones. Es cierto que muchas regiones adolecen de capacidades, pero el nivel central debe asumir también su cuota de responsabilidad para generar un Estado cercano, a la par de efectivo.