Denisse Rodriguez Olivari
A primera vista, la victoria de Lula se ve como un giro a la izquierda o la continuación de una ola rosada en América Latina. Sin embargo, una mirada más analítica nos habla de un triunfo del hartazgo más que de ideología. De las 11 elecciones presidenciales en Sudamérica (Paraguay 2018, Colombia 2018, Brasil 2018, Uruguay 2019, Bolivia 2020, Argentina 2019, Ecuador 2021, Perú 2021, Chile 2021, Colombia 2022 y Brasil 2022), en 10 de ellas gana la oposición (o la no continuidad), de las cuales tan solo 6 son candidatos de izquierda (Malamud, 2022).
Esta oposición suele ser la respuesta a una serie de factores como el manejo económico, la lucha contra la corrupción, y en el caso de Brasil 2022, el manejo de la pandemia. Estas dos primeras signaron el surgimiento de Jair Bolsonaro en 2018. Supo capitalizar el descontento producido por la recesión económica del gigante brasileño en 2014-2015 y los escándalos de corrupción del Partido de los Trabajadores (PT). Por un lado, logró representar los intereses de una coalición denominada las 3 B (“bife, biblia, balas”) que reúne al bloque conservador de la iglesia católica y evangélica, sectores agroproductores y ganaderos, así como sectores asociados al comercio de armas y milicias paramilitares.
Por el otro, Bolsonaro cimenta su imagen como ‘mesías anti-corrupción’ en respuesta a la Operación Lava Jato, que tuvo como protagonistas a Lula y al PT, así como el ‘Mensalao’ (compra de votos en Legislativo) y el ‘Petrolao’ (desvío de fondos de Petrobras). Luego de pasar 19 meses en la cárcel tras ser condenado a doce años por corrupción, y la anulación de su condena (por temas procesales) en el Tribunal Supremo sumado al destape de un montaje judicial y fiscal en su contra, Lula logra convertirse nuevamente en presidente, y Bolsonaro pasa de una figura anti-corrupción a una tan o más corrupta como la que se propuso combatir.
A un mes de asumir el cargo, se destapa la ‘racadinha’ o ‘tajadita’ cuyo esquema nos es (lamentablemente) familiar: porcentajes de salarios de funcionarios repartidos con los políticos de mayor jerarquía y la creación de puestos de trabajos fantasma. Su hijo mayor y senador, Flávio Bolsonario, no solo está involucrado en este escándalo, sino que tiene nexos (y en planilla) a líderes de pandillas y grupos paramilitares. Como si fuese poco, recientemente se reveló que Jair Bolsonaro y su entorno más cercano compró 107 predios durante los últimos 30 años, de los cuales la mitad fueron pagados en efectivo (UOL, 2022). Una estocada más para su popularidad fue su mal manejo en la pandemia. Con un discurso negacionista (“es solo una gripecita”), y el segundo país con más muertes en el mundo (casi 700 mil víctimas), se reveló la compra de vacunas indias Covaxin con un sobreprecio de 1000%.
Anticipando la caída en su popularidad, recurre a una práctica común entre gobiernos de varios gobiernos de izquierda y derecha en la región que tientan la re-elección: incremento de gasto social. Bolsonaro duplica la mensualidad otorgada a través de Auxilio Brasil, el programa sucesor de Bolsa Família del gobierno de Lula, lo cual equivale a 273 billones de Reales (o 52 billones de dólares americanos). ¿El resultado? Gana solamente en 31 de las mil municipalidades donde el programa tiene más beneficiarios.
La figura errática, violenta y populista de Bolsonaro también fue mermando el apoyo entre los sectores empresariales. La Federación Brasileña de Bancos firmó una carta en apoyo a la democracia en respuesta a sus usuales declaraciones romantizando la dictadura brasileña. Líderes empresariales abandonaron un mitin tras declaraciones suyas. Y una carta pública que recoge casi un millón de firmas, incluyendo a líderes empresariales más prominentes del país, señala que “en Brasil hoy no hay más espacio para retrocesos autoritarios. La dictadura y la tortura pertenecen al pasado. La solución de los inmensos desafíos de la sociedad brasileña pasa necesariamente por el respeto por el resultado de las elecciones”. Esto anticipando una eventual reacción a su derrota similar a la de Donald Trump. Recordemos que los alegatos infundados de fraude en Estados Unidos terminaron costando $519 millones de dólares, sin contar la violencia y víctimas mortales (Olorunnipa y Hee Lee, 2021).
Y en el regreso del péndulo, Bolsonaro pierde fuerza por sus propios medios (aunque no del todo puesto que tiene la bancada parlamentaria más numerosa), y Lula no logra arrasar como lo había previsto. Pero logra capitalizar este descontento, y su triunfo es una respuesta a la necesidad de un nuevo liderazgo. Aun generando incertidumbre sobre nombramientos claves en el gabinete ministerial del PT y sin deslindar del todo de los escándalos de corrupción del pasado, patear el tablero democrático resultó ser la peor de las dos opciones para Brasil. Hasta el cierre de esta columna, Bolsonaro no aceptaba su derrota