
Escribe: Luis Budge, CCISO & CDO Corporativo de Grupo Unacem
En los últimos días hemos sido testigos de nuevos casos de suplantación digital. En uno se utilizó la imagen de un empresario del sector inmobiliario para promocionar una plataforma digital inexistente; en otro, un ejecutivo del sector bancario ofrece supuestas oportunidades de inversión, y semanas antes un alto directivo de un holding financiero promovía un programa igualmente ficticio.
Sus voces, los gestos y el contexto eran convincentes, pero completamente falsos. Se trataba de deepfakes generado por inteligencia artificial, usados para captar incautos y promover un fraude.
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Estos episodios marcan un punto de quiebre en el país. Si bien se desmintieron rápidamente todos los contenidos, queda claro que la suplantación avanzada de la identidad digital ya no es un riesgo teórico, sino una amenaza real que pone en jaque la credibilidad del ecosistema empresarial peruano.

En otras latitudes, los casos se multiplican con cifras de fraude alarmantes. En Europa y Asia, a través de deepfakes, se suplanta a CEOs y CFOs durante videollamadas, logrando transferencias fraudulentas millonarias. En escenarios más sofisticados, los delincuentes combinan deepfakes con call centers que resultaron en pérdidas de varios miles de clientes por más de US 25 millones en total. En América Latina los fraudes se sofistican en tiempo real, combinando ingeniería social con IA.
Estos ataques comprometen el corazón mismo de la confianza digital: la identidad. En un entorno donde la reputación puede derrumbarse en pocos minutos, una falsificación audiovisual bien diseñada, sumada a una mala gestión del problema por parte de la compañía afectada, puede destruir años de credibilidad corporativa.

La respuesta no puede limitarse a inversiones millonarias en ciberseguridad. Es necesario un enfoque integral. Se hace necesario implementar canales oficiales para contrastar la autenticidad de comunicaciones, pero, sobre todo, las personas necesitan saber reconocer amenazas digitales y las empresas requieren una cultura interna preparada para actuar ante lo improbable y desconfiar con inteligencia.
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La inteligencia artificial no es buena ni mala, es poder basado en información; y quienes lideran el mundo empresarial deben entender que su mayor riesgo no está en la tecnología, sino en ignorar su uso indebido.