David Reyes Zamora, Director periodístico
Encontrar el equilibrio regulatorio en la planificación urbana de Lima requiere de un ejercicio basado en la innovación. Nos hemos pasado dos semanas discutiendo el porcentaje de territorio que las municipalidades ‘deben’ aceptar para el desarrollo de vivienda social. El Ministerio de Vivienda anticipó que establecería un 10% como mínimo. Los alcaldes de Miraflores, San Isidro y La Molina se opusieron duramente y apelaron a su autonomía municipal. El Tribunal Constitucional difundió una sentencia de mayo que zanjó la controversia en favor de las municipalidades. Ahora bien, ¿alguien se puso en los zapatos de los vecinos de dichos distritos, los principales perjudicados o beneficiados? ¿Fueron consultados? Todo indica que no. Y aquí entra la variable de innovación.
En sus razones, más allá de una supuesta discriminación, hay un riesgo de inversión. La llamada ‘residencialidad’ que defienden se ve mellada por la proliferación de edificios de altura, que les resta valor inmobiliario a las zonas donde tienen sus propiedades allí. Sin duda, mal planteada, una regulación inmobiliaria puede derivar en caos: incremento del tráfico, espacio público usado como terreno de parqueo permanente por nuevos vecinos sin cocheras y hasta colapso del desagüe en calles angostas, con un viejo alcantarillado pensado medio siglo atrás para una urbanización flat. Esto no quita que nos haga falta a gritos un crecimiento ordenado hacia arriba.
No es popular, sin embargo, reconocerlo. No es popular para ningún alcalde de los distritos de los niveles socioeconómicos altos abrirle espacio a la vivienda de interés social. Pero es un deber de las autoridades encontrar un acuerdo. Lo que ocurre es el choque de dos visiones inconsultas: una, la del ministerio, que dialoga con las autoridades municipales para la elaboración de sus normas, pero no levanta las preocupaciones razonables de los vecinos o lo que la innovación llamaría sus ‘puntos de dolor’. La otra, la de las municipalidades, que priorizan el respaldo popular al diálogo necesario para lograr el consenso y aprovechan el momento para revalidarse ante sus votantes.
Un ejercicio mínimo de empatía, base de la innovación, podría haber contenido o limitado esta crisis: la conversación franca y abierta con un grupo de vecinos que levante sus inquietudes —como punto de partida— y una norma que responda a ellas. Si era el desagüe, que establezca el trabajo previo y coordinado de habilitación. Si era el tráfico, que alinee el desarrollo a las características de cada zona. Si era el parqueo, que fije mínimos de estacionamientos por vivienda. Y así. Una campaña de comunicación efectiva, con la garantía de que se debatan y traten las dudas —más allá de los formalismos de consulta abierta, poco eficientes—, hubiese dejado el terreno llano. Eso, y que le quitemos el apellido “social” a viviendas que, por precio, sobrepasan el término.
Aprendámoslo de una vez: regulaciones a espaldas del principal grupo de interés —aquí, los vecinos—, sin convencimiento, solo tienen como destino la oposición, la vuelta atrás o el fracaso.