
Escribe: Patricio Valderrama-Murillo, experto en fenómenos naturales.
El pasado 2 de mayo del 2025, un terremoto de magnitud 7.5 sacudió la región de Magallanes y la Antártica Chilena, en el extremo sur del país. Pese a la intensidad del movimiento, no se reportaron víctimas ni daños estructurales significativos. La evacuación del borde costero se ejecutó de manera rápida y ordenada tras la alerta de tsunami emitida por el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred). No fue una reacción improvisada ni producto del azar, sino el resultado de décadas de inversión, aprendizaje y compromiso institucional. Chile ha convertido la amenaza sísmica en una oportunidad para construir una verdadera cultura de prevención.
Desde la educación básica hasta la planificación empresarial, el riesgo sísmico es parte del diseño estructural y social chileno. Las instituciones científicas —como el Centro Sismológico Nacional y el Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada (SHOA)— trabajan de manera articulada con Senapred, las Fuerzas Armadas, los gobiernos regionales y municipales. Esta coordinación permite una respuesta eficiente: se emiten alertas claras, las decisiones se toman con rapidez y siempre sobre la base de evidencia técnica.
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La ciudadanía también juega un papel fundamental. Los simulacros son frecuentes, los puntos de evacuación están señalizados y la población tiene interiorizado qué hacer en caso de un sismo o tsunami. En las zonas afectadas por este último evento no hubo escenas de pánico: hubo orden, evacuación disciplinada y confianza en la información oficial. Las familias sabían cómo actuar, gracias a una comunicación fluida y confiable entre las autoridades y la población.
El sector privado ha asumido la gestión del riesgo como una obligación operativa y una ventaja competitiva. Las grandes empresas chilenas cuentan con protocolos robustos, realizan simulacros internos, mantienen planes de continuidad de negocio y capacitan de forma permanente a su personal. Desde la minería hasta la logística portuaria, están preparadas para operar en escenarios adversos con rapidez y seguridad. Tras el sismo, muchas compañías activaron sus planes en minutos: evacuaron, inspeccionaron y retomaron actividades solo cuando fue seguro hacerlo. Además, han incorporado seguros paramétricos, sistemas internos de monitoreo sísmico, auditorías estructurales y alianzas con expertos. Incluso muchas pequeñas y medianas empresas forman parte de esta red, apoyadas por gremios o el propio Estado.
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Este evento nos deja una lección valiosa para el Perú. Compartimos la misma placa tectónica (la de Nazca), la misma exposición sísmica y una historia común de terremotos devastadores. Sin embargo, no compartimos el mismo nivel de preparación. Mientras Chile apuesta por una formación continua desde la infancia y refuerza su institucionalidad con visión estratégica, en el Perú los simulacros son esporádicos y muchas familias desconocen los protocolos básicos de respuesta. Las instituciones científicas hacen esfuerzos destacables, pero carecen de la articulación necesaria con los sistemas de emergencia. La información no fluye con la misma precisión ni oportunidad, y las decisiones, en muchos casos, siguen siendo reactivas.
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Tampoco existe una cultura preventiva consolidada. Falta integración entre ciencia, gobierno y ciudadanía. El resultado: improvisamos ante cada desastre, en vez de anticiparnos.
El terremoto en el sur de Chile no solo nos recuerda la fuerza de la naturaleza, sino también el poder de una sociedad preparada. Chile no se resignó a sus desastres naturales: decidió enfrentarlos con estrategia, educación y responsabilidad. Esa es la verdadera resiliencia.
El Perú tiene ante sí una oportunidad. No basta con reaccionar: es hora de planificar. El ejemplo chileno no solo está cerca; es perfectamente replicable.