Escribe: Patricio Valderrama-Murillo, experto en fenómenos naturales.
En esta era tan interconectada, tenemos acceso a todo tipo de información, incluyendo las predicciones de adivinos y pitonisas que han anunciado, sin éxito, el fin de los tiempos. De hecho, todos hemos sobrevivido varios “fines del mundo”: el año 2000 por el cambio de milenio, el 2012 por el calendario Maya, el 2015 por el paso de un cometa, y la lista de fracasos adivinatorios continúa. Sin embargo, en el Perú sí tuvimos un día que pareció el “fin del mundo”.
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El 31 de mayo de 1970, a las 3:23 de la tarde, ocurrió el terremoto más destructivo en la historia conocida de nuestro país. Un movimiento sísmico de magnitud 7.9 en la escala de momento (similar a la escala de Richter), frente a las costas de Chimbote, fue sentido en ciudades tan lejanas como Guayaquil, Iquitos e Ica. La destrucción fue total en la región costera de Áncash, agravada por un gran tsunami que arrasó las pocas viviendas que habían quedado en pie. Pero lo peor no terminó ahí. Cuarenta y cinco segundos después del temblor, a 200 km del epicentro, un gigantesco bloque de rocas y hielo se desprendió del pico norte del Nevado Huascarán (6,757 msnm), generando el aluvión más grande del que se tiene registro en el Perú, arrasando las ciudades de Yungay y Ranrahirca a una velocidad superior a los 300 km/h. Estudios posteriores determinaron que el número de víctimas de aquel 31 de mayo oscila entre los 5,000 y los 60,000. Efectivamente, fue el fin del mundo.
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El Perú cambió mucho después de esa tragedia. Dos años más tarde se creó la Brigada de Defensa Civil Peruana, posteriormente conocida como INDECI. Se estableció una metodología más moderna para realizar censos a la población y, todos los 31 de mayo, se realiza un simulacro nacional, aunque estos han venido a menos en los últimos años. Probablemente, todos los peruanos hemos escuchados historias a cerca de esta calamidad.
A 54 años de aquella catástrofe, ¿cuánto hemos mejorado para evitar un nuevo desastre? La respuesta no es alentadora.
Un desastre de la magnitud del terremoto de 1970 en el Perú actual tendría un impacto económico devastador, estimado en cientos de miles de millones de soles. La destrucción de infraestructuras críticas como carreteras, puentes, hospitales y redes eléctricas podría costar al menos 100 mil millones de soles en reparaciones y reconstrucción. Las zonas agrícolas y pesqueras, esenciales para la seguridad alimentaria y las exportaciones, sufrirían graves daños, afectando la producción agrícola, valorada en aproximadamente 20 mil millones de soles anuales, y el sector pesquero, que genera alrededor de 8 mil millones de soles anuales. Además, el turismo, que aporta cerca de 25 mil millones de soles al año, se vería gravemente afectado por la destrucción de sitios históricos y naturales, con una posible pérdida de ingresos de hasta 10 mil millones de soles en el corto plazo. La reconstrucción requeriría inversiones millonarias, posiblemente superando los 150 mil millones de soles, desviando fondos de otros sectores prioritarios y aumentando la deuda pública. En suma, un desastre de esta envergadura tendría efectos profundos y prolongados, retardando el desarrollo económico y exacerbando las desigualdades sociales en el país.
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La historia del devastador terremoto de 1970 y sus consecuencias nos recuerda la necesidad urgente de estar preparados para enfrentar desastres naturales en un país como el Perú, propenso a eventos sísmicos y climáticos extremos. La pérdida económica que un desastre de esta magnitud podría causar hoy en día subraya la importancia de invertir en infraestructuras resilientes, fortalecer las instituciones de respuesta y fomentar una cultura de prevención entre la ciudadanía. A pesar de los pocos avances en la gestión de riesgos, aún queda mucho por hacer para mitigar los impactos económicos y humanos de futuros desastres. Es crucial que el Perú no solo recuerde estas tragedias pasadas, sino que también aprenda de ellas para construir un futuro más seguro y sostenible.
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