Escribe: María Antonieta Merino, docente de la Universidad del Pacífico y Esan.
Lo que está sucediendo actualmente con la empresa estatal Petroperú es una situación lamentable que lleva a la reflexión. Esta empresa viene operando en el mercado peruano hace 55 años y si bien ha enfrentado innumerables crisis, se enfrenta ahora a la que es sin duda la más difícil.
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Petroperú ha enfrentado críticas por su gestión ambiental, particularmente en relación con derrames de petróleo en la Amazonía, lo que ha generado conflictos con comunidades locales y ONGs. También ha sido criticada por problemas de gobernanza, incluyendo denuncias de falta de transparencia en la toma de decisiones. Pero lo que viene siendo un dolor de cabeza para el Gobierno –y para todos– son sus serios problemas financieros, incluyendo una elevada deuda (superior a los US$ 8,532 millones) y dificultades para acceder a financiamiento.
La situación financiera se ha deteriorado debido a inversiones costosas en proyectos como la modernización de la refinería de Talara, que ha excedido su presupuesto original en varias ocasiones. Los problemas financieros se exacerbaron con la pandemia del covid-19 y la volatilidad del precio del petróleo. Esto ha llevado a una falta de confianza en la gestión de la empresa por parte del público y de los inversores. La crisis financiera ha motivado que el Gobierno intervenga en múltiples ocasiones para intentar estabilizar la situación, pero todavía no se ve la luz al final del tunel y muchos alegan que mantener la empresa a flote no es viable.
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La crisis de Petroperú pone en relieve nuevamente la capacidad del Estado como empresario. De acuerdo con nuestra Constitución, el Estado tiene un rol subsidiario en la economía, es decir, sólo puede participar de manera excepcional, limitándose a aquellos casos en los que el sector privado no pueda o no quiera participar de manera efectiva, o cuando sea necesario para salvaguardar el interés público. Petroperú desafía este principio.
La empresa participa activamente en la producción y refinación de petróleo y tiene un rol estratégico en la política energética del país. Además, opera en un mercado donde existen competidores privados y recibe apoyo y rescates financieros del Estado, mientras que sus competidores asumen sus propios riesgos. Por un lado, se espera que la empresa opere con eficiencia y autonomía, como lo haría una entidad privada; por otro, recibe apoyo y rescates que no estarían disponibles para un actor puramente privado.
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Algunos alegan que su subsistencia está justificada por el interés público, porque ha sido vista como un instrumento para asegurar la autosuficiencia energética, estabilizar precios y garantizar la provisión de combustibles. No obstante, los desafíos financieros y operativos de la empresa, como los sobrecostos en la refinería de Talara y la necesidad de constantes inyecciones de capital por parte del Estado, plantean preguntas sobre si esta participación estatal sigue siendo la forma más eficiente de servir al interés público. El origen que al que apuntan todos es la deficiente gestión del Estado.
Una vez más el Estado ha fallado en su rol empresario. Sería bueno tomar este ejemplo en consideración en las próximas elecciones cuando se promuevan cambios constitucionales para darle más participación en la actividad empresarial a un Estado incapaz de asumir ese reto.
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